Dejándome conducir por las revueltas de la memoria, fui a acampar en la tibiez de una noche de verano, años ha. Apoyados los codos sobre un pretil de la Alcazaba, con la mirada absorta en el trozo de tierra que asoma al otro lado. Las luces, que se movían ágilmente, adivinaban un sorteo de autos. ¿A dónde irían? y ¿de dónde vendrían? Siempre quise cruzar ese estrecho trozo de mar. Pero no fue hasta hace unos años, que los vientos soplaron a mi favor y al fin, pude hacer mi preciada, pequeña y primera incursión en continente africano.
Y así fue, con la nostalgia arrastrada de lo deseado, que arribé en Tánger. Esa tierra que vio nacer a Ibn Battuta, cuyos viajes me cautivaron hace ya, más de tres lustros. Tánger, una pequeña parcela de un país tan vecino, cómo aparentemente ajeno. Un retal que ata mi biografía cultural de lo implícito y no atisbado. Y es que a ratos, uno se para a mirarse la raíz, y no únicamente la genética, también la cultural. Inquietante, el desligue que sentimos ante algo, que nos vino trenzado del bulbo. No olvidemos todas las civilizaciones, sagas y estirpes que nuestra sangre y desmemoria, atesoran.
Tantos y cuántos moradores, conquista tras conquista, habitaron aquellas tierras desde que fuera fundada por hijos de cananeos. A buen seguro, ni cartagineses, ni bizantinos, sospecharían que Tánger acabaría por convertirse en El Dorado de muchos artistas, especuladores y agentes secretos; posterior fuente de inspiración de tantas y tan pasionales obras de intriga y ficción.
La suerte siguió de mi lado y fui a parar al histórico Continental. Un hotelito local, antaño morada de ilustres viajeros; cuya decadente belleza, se presta a viajar en el tiempo, campo a través hasta comienzos del ya caduco siglo XX. A caballo entre el pasado y el que entonces fuera mi presente, casi podía vislumbrar una silueta sentada al piano; y otra más allá, junto al gramófono, fumando en pipa y espirando un humo, que al regresar a la contemporaneidad, acabó por fundirse en la bocanada de shisha expelida desde la mesa contigua. El Continental desprende todo el peso de su historia; se atisba en cada baldosa y a cada paso, sobre su laberíntica y compleja perfección arquitectónica.
Desde el balcón, se vislumbra el puerto marítimo, el cabo Malabata e incluso parte del cordón que abraza la Medina. Las paredes de la que fuera mi habitación, se funden con los muros de la fortificación que delimita el perímetro de la ciudad antigua. Y bajo mis pies, la pretérita zona defensiva del Borj Es Salam. Llegados a este punto, uno empieza a pensar que, tal vez, la simiente de Hércules en el vientre de Tingis, cruzara la frontera de lo mitológico. Y por qué no, Sufax, el fruto ya maduro de ambos, fundara con sus divinidades de semidiós, esta tierra imántica.
Y en esas cábalas andaba, mientras entrecerraba los ojos vencida por el sueño, sobre el colchón de una cama, al calor de un cuarto esta vez, del otro lado de la orilla. Con la sonrisa en los labios, esbozada por la amniótica certeza que nos otorga el saber, que el viaje no ha hecho más que comenzar.