Tiempo ha, un giro en los vientos del destino, me voló de Costa Rica a Panamá. Ser un viajero en blanco, sin prehistoria ni expectativa, puede llegar a presentarse como el mejor de los puntos de partida. De este modo, quedamos incondicionados, abiertos y expuestos; sin muros, filtros ni etiquetas. Puros y libres, la visión se nos torna más cercana y nos regala imágenes más nítidas y certeras.
Panamá es un país fascinante, de una belleza tan exuberante que casi duele mirar. Verde, selvática y rítmica. Sencilla en sus formas y compleja en la telaraña de sus recuerdos. Panamá suena a cumbia y calypso, huele a hipnótico cilantro fresco y sabe a jugo de papaya y mango. Panamá, verde esmeralda que late escondida, camuflada bajo la piel de un rambután, envuelta en hojas de banano, dispuesta en el interior de un cofre, cual perla matriuska tropical.
De los infinitos rincones de este país, hoy rescato de la memoria aquel, que a golpe de cordura, ha sabido preservar los rasgos identitarios de su cultura primigenia: Kuna Yala (o Dulenega, como los kunas o Dules prefieren denominarla). Autogestionada en todo su espectro por el Consejo General Kuna, en representación de la comunidad indígena, dueña y señora de estas tierras, que sin duda, fueron tocadas por los dioses.
Kuna Yala, a orillas del mar Caribe, con su estrecha franja selvática en tierra firme, queda delimitada con Colombia y las provincias de Colón y Panamá. No obstante, el gran tesoro que acuna la etnia Dule, resulta del sorteo caprichoso de sus 365 islas coralinas; el secreto mejor guardado del Caribe.
Los Kuna, guardan celosamente su tierra prometida bajo estrictas leyes dictadas por el Consejo General Kuna. En estas tierras no hay cabida para la especulación ni la seducción de las grandes transnacionales turísticas. Los Dule autogestionan su turismo, que junto con la agricultura, la pesca y la artesanía, configuran su fuente de subsistencia. Un ejemplo palmario de que la sostenibilidad no es sólo posible, sino perfectamente viable.
Calzados con una buena dosis de sentido del humor y relajo, llegar hasta territorio Kuna puede suponer toda una aventura. Rigoberto quedó encargado de recogernos en Ciudad de Panamá a eso de las cinco y media de la mañana, que acabaron siendo las seis y cuarto (hora caribeña que al cambio, coincide con la hora andaluza). Afortunadamente a esas horas, la temperatura de la ciudad es agradable y uno puede dormitar sobre su mochila mientras espera la llegada del 4×4 (por lo escarpado del terreno y la necesidad de cruzar un río, es imprescindible usar este medio de transporte). De Ciudad de Panamá hasta el manglar hay aproximadamente tres horas y media por tierra, nosotros tardamos siete. Tantas horas como paradas hizo el amigo Rigoberto. Cambio de llantas, café, pre y post desayuno, tentempié, visitas y encargos. No sé cómo fue que cupimos, un colombiano, un matrimonio argentino-californiano con sus dos hijos, una pareja norteamericana, Rigoberto y su copiloto, un canadiense, los tres españoles de turno y, durante la última hora de trayecto, el único pariente vivo de Spiderman (un joven kuna que iba literalmente colgado de la parte posterior externa del vehículo).
Merece la pena hacer el trayecto por tierra por lo selvático de su paisaje una vez abandonado el asfalto. Como dicta un cartel de bienvenida en la frontera Kuna, «el visitante paga». Una vez alcanzada la frontera, hay que abonar una pequeña tasa que sin duda, revertirá en la comunidad. El sistema de autogobierno y gestión indígena posee una sólida base comunitaria. Sus habitantes tienen asignados una serie de trabajos cooperativos. Si un Dule abandona territorio kuna, a su regreso habrá de recuperar las horas asignadas no cumplidas o bien, pagar la tasa correspondiente por hora de trabajo incumplido.
Una vez a orillas del río, el resto del trayecto continúa en canoa o lancha. El primer tramo del recorrido es calmo, entre manglares hasta alcanzar mar abierto. El tiempo estimado de llegada viene a depender de la isla a visitar. En nuestro caso, fuimos a Senidub y estimo que el trayecto pudo durar unos 45-50 minutos. Recomendable el uso de impermeable o en su defecto, bolsa de basura, sucedáneo o derivado. En caso contrario, llegar literalmente empapado es una garantía, claro que forma parte de la aventura y qué deciros, el mar Caribe tiene un sabor especial y si hay que bebérselo o embadurnarse en él, bienvenida sea la experiencia.
Una vez en Senidub nos encontramos con una casuística del todo cómica. Resulta que la isla (que podía recorrerse por la orilla a paso sosegado, en aproximadamente 3 minutos) estaba gestionada por 2 familias que al parecer, tenían sus más y sus menos. Para el visitante, resultaba complicado encontrar las lindes entre el terreno de los unos y el de los otros. Y bueno, era frecuente meter la pata y aparecer en territorio comanche. A nuestro pesar, la familia que gestionaba «nuestra» parcela de isla, estaba construyendo un cuarto de baño y para acceder al aseo del «enemigo» había que llevarle un salvoconducto a un kuna de la tribu colindante, que tenía la llave mágica y que, lamentablemente, no te daba. Te acompañaba con cara de quererte mal y poco y te esperaba en la puerta hasta que terminaras. Parece ser que en un pasado reciente, cada mañana, se trazaba una línea en la arena que dividía la isla de los de acá, para con la de los de allá.
Anécdotas aparte (aclaremos que este caso de isla divida es muy puntual y no genérico), la isla es hermosa, de arena blanca y aguas de cristal, con sus palmeras y sus cocos y un sorteo de cabañas de caña y palma. Un paraíso recóndito en el que guarecerse a renacer. Prescindir de las cotidianeidades materiales nos invita a recuperar aspectos esenciales y primigenios. Invita a redescubrirse en libertad.
Bucear entre corales y estrellas de mar, ducharse baldeando agua de lluvia y ser llamado a la mesa, con el sonido agudo que desprende al ser soplada, una caracola de mar, son experiencias latentes para ser vividas. Salirse del pellejo urbanita, romper el molde. Recomiendo hacerlo al menos, una vez en esta vida. Cuando achicamos las distancias entre la piel y la tierra, brota sola la identidad.