La estrella sobre el bosque | Stefan Zweig

Un día, cuando el diligente y apuesto camarero François se inclinó sobre el hombro de la bella condesa polaca Ostrovska, sucedió algo extraño. Sólo duró un segundo y no fue un estremecimiento o un sobresalto, un temblor o una emoción. Y, sin embargo, fue uno de esos segundos que abarcan miles de horas y de días llenos de júbilo y tormento, como el vigor vehemente de los grandes y fragorosos

Stefan Zweig, el inmortal | Priscila Guinovart

Me invadió en numerosas ocasiones, no obstante, el sentimiento de que Viena me era familiar y hasta predecible. ¿Cómo podría ser eso posible si era la primera vez que pisaba suelo vienés? Y sobre todo, ¿cómo podría ser eso posible en una ciudad que se obsesiona con seducir, maravillar y sorprender a los mortales? Deduje que el culpable – el exquisito culpable – era Stefan Zweig. Y antes de que se me acuse prematuramente (¿acaso no todas las acusaciones son prematuras?) de pretender mezclar sugerencias turísticas con literatura, déjenme decirles que un fenómeno muy similar se produce entre Borges y Buenos Aires, entre Victor Hugo y París o entre Vargas Llosa y Lima.