Este vals | Mariana Sosa Azapián
Las hojas de los árboles comenzaban a desprenderse y en el trajín del movimiento, se soltaban en un baile desconcertado.
Las hojas de los árboles comenzaban a desprenderse y en el trajín del movimiento, se soltaban en un baile desconcertado.
La operación se repitió muchas veces, como un columpio desquiciado, hasta que la luz del día triunfó sobre la del cuarto. Separaré las piernas, una mirando a la luz natural y la otra al opio amarillo.
No pasaron tres días y ya estaba dada de alta con mi pequeño bebé. Movedizo y astuto, su mirada penetrante superaba su edad tan breve.
“Nada de reproches”, pensaba Cecilia, mientras recordaba, con nostalgia, cómo acunaba a ese niño que no era de ella. Nunca pudo dejar de atenderlo: lloraba , pedía alimento, aseo. Y ella no se lo negaba: ¿quién lo hubiera hecho? Su piel era tan suave, su perfume sutil y prístino, todo ese ser frágil ante unos ojos cansados, dolidos por cargar un deber impuesto.
Pensó en su vida anterior, antes de las valijas, antes de la casa recién estrenada, antes de abandonara la ropa de colores, que tanto gustaba usar en cualquier estación del año. Antes era joven, y la usaba.
Estiró todo su cuerpo, una vez más, como queriendo evitar las líneas del sofá; bebió el vino y se despeinó la cabellera enrulada, en un juego con los dedos de enredarse y desenredarse. Recordó que había enviado a reparar los zapatos de baile y decidió abandonar su estado horizontal. Se puso contra la pared a practicar sola. Sola y la pared, como muro de contención a sus movimientos firmes y precisos. Disfrutaba deslizar sus pies en el parqué recién lustrado.
Era muy injusta su pasantía eterna, sirviendo como algo útil, cuando en realidad, ella era una artista enjaulada. Terminaba el helado de duraznos y la miraba, con felicidad y amargura a la vez. Ella representaba todo lo bueno y malo de ese, mi mundo de entonces: la vida en familia, las cenas compartidas, los aromas de la cocina de mi abuela, mezcla de especias y verano, aderezadas con el arte permanente del quehacer culinario de mis ancestros.
Ambas mujeres tenían la llave y por ende, el acceso a la misma y poder charlar. Pero todo se fue de las manos, como un tornado. Años de castigos, de silencios, de humillaciones fueron suficientes. Era la última conversación. Estela no permitiría más un sólo agravio de su madre.
Para llegar a su casa, uno tenía que atravesar una calle corta pero sin un árbol que diera sombra. Pasabas por el boliche, donde muchas noches él descargaba su pasión por el juego, acompañado por alguna bebida de mala calidad. Lo cierto es que, el camino inyectado de sol, valía la pena para conversar de bueyes perdidos, de los trofeos ganados en el billar y de su infancia en el campo.
Hoy evoco sus manos hábiles en la cocina; desconozco si alguna vez la vi sin delantal. Sus manos mágicas hacían de todo, los platillos típicos, así la memoria permanecía encendida. Recuerdo que le gustaba un jugo de damascos, pero siempre se lo pedía y no te rezongaba si se lo tomabas todo.
La metáfora de la arena blanca, producto de la erosión de corales y caracoles, que se aprecia en Arraial do Cabo y Cabo Frío (el primero como extensión territorial del otro, según lo que me explicó Talita Mara Rodrigues, nuestra guía), me sirve como trampolín para poder describir las distintas sensaciones que pude vivir en este viaje. “Paseo de playa”, le dicen, para diferenciarlo del “paseo a Rio de Janeiro”. Este texto pretende expresar mejor un paisaje inspirador y así evitar el utilitarismo turístico.
Puede sonar a nombre siniestro, pero en Isla Negra, el poeta chileno Pablo Neruda tenía una casa, que sólo un poeta puede construir, mirando al cristalino Pacífico, como un verdadero almirante del mar y de la tierra, llena de belleza y misterio poético. Como mala cronista de viajes, seré mejor narradora o poeta, si se quiere.
Siempre que me toca contar algo de mi bisabuela, necesariamente tengo que recurrir a su comida y a su cocina. Su cocina era mi lugar preferido de la casa. Había algo que me atraía de toda su casa, un magnetismo inexplicable que incluso, recupero en mis sueños todo el tiempo. Desde chica me acostumbró a tomar café “a lo armenio”, donde la fórmula más parecida la comprábamos (y compramos) en