El día que Messi conquistó París | Jorge Bafico
Messi de un día para otro sintió lo que es ser abandonado. En un mes pasó de la gloria al ostracismo, exiliado sin quererlo. En el fútbol no hay lugar para romanticismos ni lealtades
Messi de un día para otro sintió lo que es ser abandonado. En un mes pasó de la gloria al ostracismo, exiliado sin quererlo. En el fútbol no hay lugar para romanticismos ni lealtades
En estas economías liberales donde todo se vende, especialmente el mal gusto, la chabacanería, el sensacionalismo, las vacas locas, la sangre contaminada, donde lo único que importa es la imagen (parecer y no ser), ganarle a Maradona es ganarle al sistema…
Se cambió la gorra grasienta y las alpargatas destripadas por el capelo clarete que le hacía sombra sobre los ojos y las botitas de charol que iluminaban todavía más, aquellos pies privilegiados. Y lo bailaron las francesitas y lo acercaron a su corazón. Era el tango, era. Reo, compadre, varón y cruel.
De todos modos, el domingo envolvió de gris mi impotencia, y me escondí en la cama, intentando ocultar el renuncio y la traición que le infligía a mi cuadro. El frío y una llovizna sin gracia daban el escenario adecuado a mi tristeza.
Los gritos del público continuaban, mezclados con varios insultos hacia el árbitro, que recién entonces pareció darse cuenta que debía pitar algo y que la falta había sido dentro del área.
Si tuviéramos que nombrar a un intelectual comprometido artísticamente con su tiempo, con una obra provocadora, original y trascendente, el nombre del italiano Pier Paolo Pasolini (1922–1975) es uno de los primeros que aparece.
Siendo niños mi hermano reunía aquellas estampitas de los jugadores de la liga que intercambiaba con sus secuaces en el patio del colegio. Como buena hermana menor mi lema en la vida se resumía en la frase “culo veo, culo quiero”, y a fuerza de pataleta conseguí que mi madre también comprara estampitas para mi “colección”. Por algún misterio de la naturaleza, mi repertorio siempre se reducía a una triste y única figurita mientras que mi hermano acumulaba un fajo al más puro estilo Rockefeller.
Pero algo había cambiado. La grada estaba sumergida en un inquietante silencio. El veterano guardameta miraba a la gente y trataba de entender su desconcertante actitud, su falta de pasión. Entonces la vio. La chica era muy joven, una adolescente, pero tenía algo adulto en el rostro, pensó por un instante que quizás era su belleza la que había enmudecido al pequeño grupo de aficionados.