Una cervecita | Carlos Mendive
Este cuento pertenece al escritor Carlos Mendive. Poco antes de morir con enorme generosidad, autorizó a publicar sus textos en Delicatessen.uy.
Este cuento pertenece al escritor Carlos Mendive. Poco antes de morir con enorme generosidad, autorizó a publicar sus textos en Delicatessen.uy.
Su pelo largo y negro, que una vez vi apoyado a un hombro en la última fila del Trocadero, se había reducido a resabios canosos y crespos que dejaban ver un pescuezo de gallina.
La había conocido en una guitarreada en lo de Antuña. Más que tocar bien, cantaba con gracia, de su boca grande y rosada, venía lo mejor de Doña Flor y sus Dos Maridos. Con un vaso de vino en la mano la observaba. Sentada, al borde de un sillón de pana verde, apoyaba en sus vaqueros la guitarra. Los dedos de su mano derecha no eran pretenciosos, daban un ritmo
Amigos, que la coincidencia en el horario del cobro los volvió confidentes. Una amistad sin los proyectos de la juventud ni los renuncios de la madurez, sí, una relación solidificada en la intransferible sensación de viejos.
Sacó de su cartera el libro de geografía para leer los límites con Brasil. Allí estaban los únicos nombres que se pueden recordar: el río Cuareim, el arroyo de la Invernada, cuchilla Santa Ana y la línea divisoria. Ese trazo convencional que separa soberanías y une ganados.
Un viejo de barba blanca que tocaba la guitarra, utilizando una lata de aceite a la que había adosado dos cuerdas, el restante, un pardo, hacía ritmo con un tamboril, Fosforito era el solista, utilizando huesos como castañuelas tocó un paso doble; haciendo repiquetear dos cucharas contra una rodilla interpretó El Entrerriano.
Viajaron en ómnibus y trolley, conocieron la oscuridad de varios cajones, se mancharon con cortados cuando se pensaba abrirlos y de caña cuando fueron una acusadora compañía, conocieron la asfixia del portafolios, entre las afirmaciones de sus páginas se adhería la mostaza de algún frankfurter de la Plaza Independencia, anestesia amarilla para aplacar a gordos ansiosos
La costa era una vereda mojada, por donde caminaban arrogantes y desnudas, mujeres, que, algún día, pueden ser degolladas por un hombre, que abajo de una sombrilla, come una milanesa mientras la patrona se moja las varices en la orilla.
Una tarde frente a una de esas peluquerías apareció un hombre. Su aspecto era inconfundible. Flaco, liviano de ropas, calzaba zapatillas y su rostro era ya una foto de la crónica policial.