
Los franquistas que asesinaron a Federico García Lorca en la madrugada del 18 de agosto de 1936 sabían lo que hacían. No eran improvisados. En ningún totalitarismo hay lugar para los poetas. A Ossip Mandelstam, el gran poeta ruso, lo mandó matar Stalin. Y, más cerca en el tiempo, no fueron pocos los creadores asesinados por las dictaduras latinoamericanas. El problema es que la palabra poética está cargada de verdad. Y en el caso de García Lorca influyeron también cuestiones personales. Para los militares de su tiempo el autor de “Doña Rosita la soltera” no sólo era poeta, sino que además era homosexual. Dos motivos más que suficientes para conducirlo al pelotón de fusilamiento.
Quizá lo que no imaginaron es que la obra de García Lorca iba a seguir representándose en todo el mundo. Con los artistas no corre el dicho “muerto el perro se acabó la rabia”. Todo lo contrario. La rabia hace que todos los que repudian esos procedimientos impulsen la difusión de las obras que las fuerzas de la barbarie pretenden destruir. Si más de cuatro décadas de franquismo no pudieron con los textos de Lorca es porque en sus piezas cada generación encuentra nuevos sentidos. De hecho, durante la última dictadura militar, Kive Staiff se animó a programar en el Teatro San Martín “La casa de Bernarda Alba”, y los espectadores percibimos que ese mundo cerrado y claustrofóbico, que concluye con una frase no menos atroz en boca de Bernarda (“Mi hija ha muerto virgen”) representaba los tiempos oscuros que vivíamos los argentinos.

El teatro de García Lorca no es realista. Una de sus obras menos representadas, aunque la hizo el gran Alfredo Alcón en España, es “El público”, un hermosísimo texto que se ha querido relacionar con el surrealismo, cuando en verdad pertenece a un género inclasificable. Hablar del teatro de García Lorca es abordar su teatralidad. En el teatro esa palabra, más de una vez mal empleada, se refiere a la sutil relación de la palabra escrita con el cuerpo del actor.
Recordemos ahora “Los caminos de Federico”, que Alfredo Alcón hizo en 1987. En ese momento escribí la crítica del espectáculo en el diario La Nación, y todavía hoy recuerdo con estremecimiento lo que provocaba Alfredo Alcón en el escenario. Alfredo era Federico. Sin ninguna duda. Cada palabra del poeta resonaba en su cuerpo también poéticamente. Parecía que Alcón iba a levantar vuelo en cualquier momento, como hacen los magos en la imaginación de los niños. De eso se trata la teatralidad y la contemporaneidad de un texto dramático. No sólo de que sus temas sigan resonando en el tiempo presente, como lo hace cualquier clásico, sino que además puedan encarnarse en el cuerpo del actor y vivan allí alojados mientras dura la función.

“Yerma”, interpretada en el demolido teatro Odeón de Buenos Aires nada menos que por Nuria Espert, y con dirección del tucumano Víctor García, puso al descubierto, una vez más, la tragedia de una mujer casada con un marido estéril y desesperada por una maternidad que le es negada. Como en “Bodas de sangre”, el ambiente rural y prejuicioso de España durante las primeras décadas del siglo XX se convertía en el escenario en una profunda reflexión sobre el universo femenino de la época. Pero cuidado, esas mismas obras tienen hoy una enorme vigencia porque van más allá de la anécdota y se internan en las zonas más profundas de la femineidad. Nadie piensa hoy que Rosita, la protagonista de “Doña Rosita la soltera”, va a esperar a su novio toda la vida y aislarse del mundo. Sin embargo, la espera del ser amado, y la forma en la que García Lorca construye su obra, da cuenta de algo más hondo y verdadero: que esa expectativa es siempre parte del amor, y que eso no significa que en pleno siglo XXI la mujer sostenga esa espera pasiva, pero la situación de aguardar al otro y de penar si no llega es parte sustancial del sentimiento amoroso, sin que esa emoción pertenezca exclusivamente a un sexo u a otro. Lo mismo ocurre con “Mariana Pineda”, su primera obra teatral, la rebelión de Mariana en el siglo XIX representa el germen de cualquier levantamiento contra la injusticia, como ya lo había hecho Lope de Vega en “Fuente Ovejuna”.
No hay que olvidar que Federico García Lorca es un poeta –digo es, no digo fue ni ha sido- y que frente a su teatro la poesía toma el camino de buscar en escena el equivalente estético que pervive en sus poemas. En una obra poco representada, que es “Asi que pasen cinco años”, el tono poético refleja cierta filosofía amarga y esperanzada a la vez.
El oxímoron se justifica porque Lorca habla de la vida misma a través de sus personajes. Sus lunas, sus toros, sus sangres que se derraman en lamentos de amor anticipan un mundo que él no llegó a ver –el de las guerras y los totalitarismos de la época-, pero que calaron hondo en la subjetividad de más de una generación. Una obra como “El amor de don Perlimplin con Belisa en su jardín”, escrita originalmente para títeres, transita el camino del encuentro amoroso en un universo enrarecido. Tema que domina su poesía y es central en su teatro.
No hace falta repasar todas sus obras. Tampoco vincular su teatro con el de Valle Inclán, cosa que se ha hecho hasta el hartazgo. A Federico García Lorca hay que tratarlo como a un contemporáneo. Él es como Shakespeare: un hombre de permanente consulta que no deja de asombrarnos.
En el 2009 se abrió la fosa donde supuestamente estaban los restos de Federico. Pero en esa tierra no había nada. Nada de nada. ¿Cómo iba a estar allí el poeta? La costumbre de matar suele no tener en cuenta que algunos hombres y mujeres crecen aunque sus cuerpos queden abandonados en algún lugar. El teatro de García Lorca no deja de interpelarnos. El poeta es nuestro contemporáneo. El amigo que con su arte nos ilumina.