Me pareció muy curioso la forma en que el diario ABC de España comenzaba el artículo. Daba cuenta de la fecha de nacimiento de una palabra. Obviamente, que la referencia no es nueva. El investigador uruguayo Ricardo Soca, lo ha compartido ya en sus libros La fascinante historia de las palabras. De todos modos, como se trata de un concepto que forma parte del ADN uruguayo, la referencia me llamó la atención. Tiene que ver con el nacimiento de la palabra nostalgia.
«Fue el 22 de junio de 1688: el día en que Johannes Hofer, un joven de apenas diecinueve años, presentó su tesis preliminar en la Universidad de Basilea. Contra todo pronóstico, la nostalgia no la inventó un poeta, sino un médico. Aquel texto llevaba por título «Dissertatio medica de nostalgia oder Heimweh». Era la primera vez que aparecería aquel término de composición griega: «nóstos» hacía referencia al regreso; «álgos» al dolor. Este joven aspirante a doctor la utilizó para referirse a una enfermedad o una tristeza provocada por el desarraigo de la patria. La anécdota la cuenta el filósofo Diego S. Garrocho en Sobre la nostalgia (Alianza), su nuevo libro.»
«Con el paso del tiempo, el extraordinario éxito del neologismo sirvió para imprimir una nueva legitimidad a la nostalgia. La que originariamente fuera una enfermedad de la memoria de los soldados, comenzó a cobrar una cierta dignidad y llegó a gozar, incluso, de cierto prestigio», explica en el ensayo.
De hecho, en 1787 William Falconer llegó a asociar la nostalgia con la calidad de un país. Él sostenía que era propia de los suizos, que gozaban de un gobierno «moderado, libre y feliz» «Según Falconer, para poder añorar la patria hacía falta que se dieran unas condiciones mínimas de buen gobierno en la nación de origen», recuerda Garrocho en su libro.
Y más tarde, el 29 de agosto de 1806, C. Castelnau señaló en La Escuela de Medicina de París que la nostalgia era una enfermedad de hombres honestos y sensibles.
Sin embargo, Garrocho insiste en sus páginas que el término llegó tarde, pero la sensación ya estaba en los albores de la cultura europea: en la «Odisea» o, también, en Platón, que fundó su filosofía sobre un profundo sentimiento de añoranza de un mundo perfecto del que los hombres habíamos sido arrancados para habitar nuestros cuerpos en esta realidad imperfecta
En sus memorias Vivir para contarla, el escritor colombiano Gabriel García Márquez, escribió que «la nostalgia, como siempre, había borrado los malos recuerdos y magnificado los buenos.” Siempre es un tema polémico y donde abundan las diferentes opiniones.
En la película argentino-española Martín (Hache) (1997), uno de sus personajes dice «eso de extrañar, la nostalgia y todo es eso, es un bálsamo. No se extraña un país. Se extraña el barrio en todo caso pero también lo extrañas si te mudas a diez cuadras. El que se siente patriota, el que cree que pertenece a un país es un tarado mental. La patria es un invento. Qué tengo que ver yo con un tucumano o con un salteño. Son tan ajenos a mi como un catalán o un portugués. Estadísticas. Números sin cara. Uno se siente parte de muy poca gente.”
Ya que estamos en el cine, en la película española Princesas (2005) se da esta reflexión “¿Es rara, no? La nostalgia… Porque tener nostalgia en sí no es malo, eso es que te han pasado cosas buenas y las echas de menos. Yo por ejemplo no tengo nostalgia de nada, porque nunca me ha pasado nada tan bueno como para poder echarlo de menos…eso si que es una putada. ¿Se podrá tener nostalgia de algo que aún no te ha pasado? Porque a mi a veces me pasa. Me pasa que me imagino como van a ser las cosas, con los chicos por ejemplo, o con la vida en general… Y luego me da pena cuando me acuerdo de lo bonitas que iban a ser, porque iban a ser preciosas… Y luego cuando lo pienso me da nostalgia, cuando me doy cuenta de que aún no han pasado y que a lo mejor no pasan nunca…”
Coincido con lo que decía un muy querido amigo, Hugo Batalla, que solía repetir, que un viaje a la nostalgia es bueno, aunque para no quedarse en ella, sino para ir y volver.
***
En 1999, es escritor Hugo Burel publicó El club de los nostálgicos (Alfaguara). La novela, si bien cuenta una historias, con la maestría que suele hacerlo el autor, cuenta con una suerte de ensayo antropológico sobre el concepto de nostalgia, que es una maravilla y que invitamos a leer. La novela fue presentada como un «canto a la nostalgia y es, al mismo tiempo, un cuestionamiento a la misma. Es una pregunta sobre quiénes somos. Y una respuesta, inexorable y real». La definición es real y se ajusta a lo que es el relato. Gracias a la generosidad inmensa de Hugo Burel, con su autorización para Delicatessen.uy, publicamos una suerte de addenda para complentar este post.
Lo que fue y nunca más será
El Club hace mucho tiempo que existe, pero no se conoce su sede ni se han publicado nunca sus estatutos. Hoy podría decirse, utilizando esa lamentable jerga tecnológica que los medios de prensa pretenden imponernos, que es una entidad virtual. Antes, se lo hubiese calificado de entelequia, o, como complace a ciertos grupos alarmistas y afines a las teorías conspirativas, de logia secreta. Nada de eso: el Club es apenas la expresión, difusamente organizada, de un estado del espíritu, el que se describe como nostalgia y que no es otra cosa que la añoranza por lo pasado, lo perdido, lo irremediable, lo que fue y nunca más será.
Como un miembro más del Club, no me siento con autoridad para abundar en mayores definiciones o establecer parámetros para acotarlo. No se paga una cuota, no se exhibe un carné, no existe una comisión directiva o un conglomerado de notables que nos conduzca. No hay, claro, un presidente que pretenda guiarnos. No obstante, no nos domina la anarquía. Lejos de ello, en cada uno de nuestros ámbitos de reunión –que son varios y sumamente difundidos– siempre se guarda una armonía básica, que jamás se pierde. Más allá de las eternas discusiones sobre –por ejemplo– el nombre de los integrantes de la delantera de tal o cual equipo de fútbol de la época amateur, o sobre el número exacto de canciones grabadas por el dúo Magaldi-Noda, lo fundamental es el convencimiento de cada uno de nosotros de que lo esencial nos une: somos nostálgicos.
Un miembro antiguo del Club declaró alguna vez –sin ánimo de instituir una doctrina– que en algunas zonas de la realidad el Club y el país eran –son– lo mismo. Reflexionaba sobre cierta vocación nacional por la efeméride, el mojón histórico que hay que enaltecer cada trescientos sesenta y cinco días, la obstinada memoria que perpetúa el apego a cosas que con el correr de los años nada significan. Exagerando, este socio propone sustituir el nombre del país por el de República de la Nostalgia. Yo no tengo una postura tan radical. El Club es apenas el refugio de los inadaptados que no toleran el presente. Un presente criminal e inseguro, cambiante, disparado hacia un futuro sembrado de interrogantes y amenazas.
Sé que muchos han pretendido –y pretenden– ridiculizarnos. Con razón a veces, ya que es muy difícil entender el sentido y la misión del Club sin pertenecer a él. Otros se han apropiado de lo superficial del tópico y del prestigioso lustre de la palabra ‘nostalgia’. Creo que somos la única nación en el mundo que tiene su noche de la nostalgia alentada desde un costado musical que no escamotea el afán de lucro.
Una fecha nada caprichosa, el 24 de agosto, previa a la fiesta patria, establece una farragosa celebración en lo que antes llamábamos boîtes, con locales atestados de parejas errabundas y dispuestas a experimentar lo nostálgico a partir de la música –en su mayoría gringa– de los discos de pasta. En esa noche aciaga para los auténticos nostálgicos, el tránsito se colapsa en las inmediaciones de los locales de festejo y multitudes de oportunistas neonostálgicos transpiran y se embriagan al son de los old hits, término extranjero que ha sustituido a la sencillez de “los viejos éxitos”. No estoy hablando en balde, ya que hace bastante tiempo que conduzco un programa radial donde se difunde la verdadera música nostálgica: la de discos de vinilo en formato long play, guardados en sobres manoseados, y que otrora fueron lanzados por sellos discográficos hoy desaparecidos. Por tanto no es necesario que abunde en más detalles, salvo subrayar que todo obedece al oportuno olfato comercial de los organizadores, que tergiversan un sentimiento auténtico y lo caricaturizan en busca de pingües ganancias.
Tengo entendido que muchos miembros del Club han intentado desbaratar esa farsa con denuncias municipales por ruidos molestos, o alertando a la brigada de narcóticos sobre comercio de alcaloides y opiáceos en los locales. Todo ha sido inútil y la profanación ha crecido año tras año como una peste. Pero lo más eficaz es lo que la mayoría de los miembros hacen esa noche: se guardan de la alharaca exterior y, al influjo de profusas infusiones de tilo o gastando las escasas muestras que atesoran de Mogadón, duermen hasta el mediodía siguiente.
Aclarada nuestra desvinculación de la fecha nefasta, quisiera pasar a asuntos más trascendentes. Creo que dije que cada nostálgico es un inadaptado, un carenciado crónico del alma, alguien perdido de manera irremediable en una huida hacia atrás. Se miran fotos, se releen textos, se conservan y veneran ropas, objetos, souvenirs. Todo puede formar parte de un rito personal y cada miembro establece su propia militancia en los postulados no escritos del Club. Podría decirse que el Club somos cada uno de nosotros y que para un nostálgico no hay nadie mejor que otro nostálgico.
Los nostálgicos somos capaces de reconocernos en medio del gentío. Cierta insatisfacción en la mirada o una tendencia obsesiva a descubrir en pequeños detalles vestigios de lo perdido nos identifican y mancomunan. En la calle, vamos observándolo todo y midiendo desde la memoria los cambios para mal, la fea modernización de algunas zonas de la ciudad, la basta pátina de actualidad de otras. El epítome de la angustia, para muchos de nosotros, es la grosera hamburguesería instalada en uno de nuestros santuarios, el añejo y señorial edificio de la compañía de seguros THE STANDARD LIFE –obra del arquitecto John Adams–, culminado en 1908 y que los apresurados señalan como el edificio del LONDON-PARÍS, uno de los más claros ejemplos de traición que el Club recuerda. Los nostálgicos a la violeta, esos que apenas podrían poseer un carné de aspirantes al Club, suelen mencionar el nombre de la famosa tienda de departamentos con apresurada veneración. Los trajes que allí compraron, la porcelana que ennobleció sus mesas, las túnicas colegiales o el dilatado y prolijo muestrario de los productos de ultramar que allí se vendían los mueven a una evocación tramposa y proclive a la reverencia falsamente emotiva. Los famosos catálogos de precios –que no se modificaban en términos de años– son hoy objetos codiciados por coleccionistas y nostálgicos snobs que ni siquiera habían nacido cuando la tienda cerró sus puertas.