Polémica a la carta | Alva Sueiras

Fue el pasado diez de noviembre. Estábamos de aniversario de boda y queríamos cenar en un lugar especial. De entre los pendientes por conocer en el este nos decidimos por un restaurante de altos vuelos, un clásico consolidado en el circuito gastronómico del fine dinning uruguayo. Llovía a mares. Cruzar el umbral fue un viaje en el tiempo. La vajilla de Villeroy & Bosch que vestía las mesas era exactamente igual a la del primer restaurante en el que trabajé a mediados de los noventa. Las maderas y los suelos de la casa de estilo tenían ese aire de hogar con jardín apacible en el que crecí. Los mozos, vestidos a la antigua usanza, en posesión de las bondades del servicio clásico, me transportaron a aquellos años en la Taberna del Alabardero y El Cenador de Salvador -las casas gastronómicas en las que aprendí y me forjé- .

Nos sentaron en una amplia mesa redonda. Muletón, mantel y cubre. Cubiertos, enseres y petit menage de plata. Muletillas como dios manda, aparador aprovisionado, pies y cubiteras impecables. Todos los elementos en sintonía apuntando hacia la perfección clásica del arte del bien servir. Las cartas -enormes y livianas-, con una interesante evocación en tapa y un interior que se imprime cada día en función de los platos y las sugerencias del momento. Al abrir el menú con el sigilo propio de quien desenvuelve un tesoro, noto inmediatamente que algo falla. Miro a derecha e izquierda y no, no están los precios. Levanto la vista y miro a Jaime que me mira con los ojos muy grandes y el gesto sorprendido. Le pido que me muestre su carta -donde sí figuran los precios-. Me fijo y me sale un -woow, estamos en el horno-. El precio de cualquier plato principal no baja de los $ 2.200. Culpa nuestra, estas cosas se averiguan antes. Que no cunda el pánico, pidamos un principal cada uno y un vino con precio razonable en carta. Calladitos, sorprendidos y un poco abrumados, comimos despacito nuestras sublimes delicias. Si queridos, esto de la gastronomía es un vicio muy caro. Para los middle-class como nosotros una inversión cuantiosa en una experiencia gastronómica es sopesada y calculada con tiempo. Esta nos pilló en falsa escuadra.

En lo referido a la comida, un diez sobre diez en técnica, producto y resultado. Francamente sensacional. Pero rebobinemos. Rebobinemos sobre algo que muchos habréis pasado por alto: mi carta. En un momento dado en mitad de la cena miro a Jaime y le digo -Che (sisi, con el che y todo), ¿no será que mi carta no tenía precio porque yo soy la mujer?-. Jaime me mira como diciendo -naaaa-, pero inmediatamente salta su sagacidad periodística y llama a la moza más próxima. Le preguntamos. Dicho y hecho. “Así es, las cartas sin precio son para las mujeres y las que tienen precio para los hombres. Son las normas de la casa, dicen que atiende a la tradición”. Nos miramos y a mi me salen como tres woow´s seguidos -y ya van cuatro-. Uruguay, siglo veintiuno, ¿en serio? Un rato después cuando nos entregaron la carta de postres -donde la ecuación del factor precio se repitió-, me fijé que el cordón central que atraviesa el lomo de la carta era de tonos diferentes entre la carta que le entregaron a Jaime y la que me ofrecieron a mi. De este modo el mozo no confunde los menús “masculinos” con los “femeninos”.

Entré en el rubro gastronómico en el año 95 y jamás había escuchado o visto nada parecido, así que me puse a indagar sobre una tradición -para mi tan sorprendente como desconocida- hasta toparme con el Lady´s Menu. Una práctica antigua y propia de algunos restaurantes de muy alto nivel en Europa y Estados Unidos. Lejos de tratarse de un menú diseñado para mujeres -que también tendría miga-, se trata de un menú que no incluye precios y que se entrega sistemáticamente a las féminas que integran una mesa. La intención inicial de esta vieja y cuasi extinta práctica: no ser descortés con la persona invitada en la mesa al indicarle el precio de lo que va a costarte la invitación -siguiendo el criterio que dicta que cuando invitas a alguien a tu casa, no le dices cuanto te ha costado el ágape-. Lo que se sale de toda lógica es dar por sentado que el hombre es el que sistemáticamente paga y la mujer, la permanente invitada.

La periodista Natasha Frost escribió un interesante artículo para Atlas Obscura el año pasado narrando uno de los litigios más sonados que este tipo de práctica sexista suscitó. Frost cuenta que a mediados del mes de julio de 1980 en la ciudad de Los Ángeles Kathleen Bick quiso agasajar a su colega Larry Becker en el entonces prestigioso restaurante francés L´Orangerie. Al darse cuenta de que la carta de ambos tenía colores distintos y la de ella -un lady´s menu- no contenía precios a diferencia de la de él, ambos concluyeron levantarse y marcharse sin comer. Posteriormente interpusieron una demanda por discriminación y violación de los derechos civiles de California. El dictamen obligó a la empresa a acabar con esta práctica por resultar discriminatoria. El restaurante hizo caso a medias. Mantuvieron la carta sin precios pero le cambiaron el nombre dejando -de este modo aparente- de presuponer que era la mujer la que no pagaba. Uno de los datos más sorprendentes es que el restaurante pertenecía a Virginie y Gerrard Ferry, un matrimonio de emigrantes franceses, y ella defendía la práctica con el degradante argumento de que “una mujer es una mujer”. A lo que Gloria Allred -la abogada de los demandantes- respondía con un «¿qué significa eso? ¿Qué significa eso? ¿Qué significa eso?»

Que algo así ocurriera hace casi cuarenta años ya era entonces asombroso. Que hoy siga ocurriendo -aunque sea de forma puntual- en un país como Uruguay, es inaudito. Ojalá entre el pasado diez de noviembre y la fecha que hoy reza el calendario, el restaurante esteño haya decidido actualizar sus costumbres en pro de una sensata equidad. De no ser así, ojalá este escrito les sirva de revulsivo para desterrar una práctica que en la época que vivimos no se sostiene con argumento alguno de costumbre, tradición o caballerosidad.