El fútbol y yo | Alva Sueiras

Lo confieso, siempre tuve una relación con el fútbol un tanto suigéneris. Siendo niños mi hermano reunía aquellas estampitas de los jugadores de la liga que intercambiaba con sus secuaces en el patio del colegio. Como buena hermana menor mi lema en la vida se resumía en la frase “culo veo, culo quiero”, y a fuerza de pataleta conseguí que mi madre también comprara estampitas para mi “colección”. Por algún misterio de la naturaleza, mi repertorio siempre se reducía a una triste y única figurita mientras que mi hermano acumulaba un fajo al más puro estilo Rockefeller. Hoy me pregunto que argumentos argüiría para dejarme en aquella bancarrota permanente.

Algunos domingos mi hermano y mi padre salían de expedición al campo del Cádiz. Los veía partir a aquel planeta misterioso y ajeno con mi vago conocimiento sobre el tema resumido en una carta con la figura estampada de algún jugador relegado a ser el principio y el fin del infructuoso intento de una niña por ser como su hermano. La transición al universo de Candy Candy fue inmediata y gracias a dios, mucho más fructífera. Negociar con mis semejantes era agua de otro costal. Si bien nunca llegué a completar el álbum, la evidencia dictaba que mi especie pertenecía a aquel ecosistema.

En aquel entonces vivíamos en unas casas unifamiliares que se sucedían una tras la otra en la calle Golondrina. En la trasera, un pequeño pasillo conectaba los patios de las casas cuyo ancho era perfecto para ejercer de portería. Allí los niños jugaban a tirar penaltis. Vaya usted a saber porqué razones, un buen día quise participar. La mocosa en faldita con gafas de culo de botella y zapatos ortopédicos, cual incuestionable promesa del fútbol nacional, frente a Esteban, el Adonis del barrio. Chuté y contra todo pronóstico, el balón fue a colarse entre las piernas del muchacho. Gol. Adonis rojo de vergüenza como un tomate maduro y yo poseída por el espíritu de la figurita que haciendo uso de mi derecha, ejerció sus ansias de venganza universal.

La década del noventa abrió para España un mundo de oportunidades y mis padres en su afán progre nos mandaron a estudiar a Estados Unidos, -Hello America! Aquí llegan los Spaniards-. Si bien Dani en sus años mozos fue talentoso en los deportes, en lo referido al fútbol nunca fue un jugador destacado. Sin embargo, el exiguo nivel futbolero de nuestros nuevos amigos del norte, hizo que, avatares de la vida, se convirtiera en el “pichichi” del equipo. Era mi turno para elegir un deporte, muy a mi pesar, materia obligatoria en aquellas latitudes. Ingenuamente pensé que podía seguir la exitosa estela de mi hermano, pero al llegar al primer entrenamiento, el peso de una obvia evidencia que no vi venir, me cayó como roca dura sobre el cráneo. Esa gente entrenaba sobre la nieve, ¡y hacía un frío de tres pares de collons! Muy lejos de tener un espíritu a lo Rocky Balboa, me dije no way. El afán de búsqueda de una temperatura decente me llevó al banquillo del equipo de baloncesto, en el que me instalé de forma permanente en todo enfrentamiento deportivo. Abrigada y calentita bajo la mirada inquisidora de una entrenadora que no entendía mi nulo afán competitivo y aquella exasperante pereza con la que abordaba todo entrenamiento. Tenía diecisiete años y el deporte me importaba un comino.

Hasta llegar a la treintena, pasaron las años como pasa la vida de todo hijo de vecino. Si bien el fútbol siguió siendo una entelequia extraterrestre en mi micro cosmos, por algunos años me sedujo la fiebre del deporte y, quien me lo iba a decir, aquello se me daba razonablemente bien. Un buen día paseando mi nuevo yo gimnástico por la playa, vi a unos chicos jugando al fútbol a pie descalzo, sobre la orilla asentada por la marea baja. Quedé hipnotizada y por unos minutos entendí la grandeza encerrada en aquel dominio del balón. Aquel verano España ganó la Europcopa y he de reconocer que la raíz de mi gran motivación para ver los partidos residía en el insuperable combo: amigos-tapas-vino. En septiembre de aquel año emigré a Uruguay donde el fútbol señoras y señores, es un punto y aparte.

Aquí pueden llegar a volar garrafas en el sentido más literario y en pleno partido, con los jugadores correteando detrás del balón, te meten un anuncio de aspiradoras por la megafonía y todo está lo más bien. La gente se deprime en serio si pierde su equipo, pero se deprime aún más si al equipo enemigo le va bien en juego ajeno. Nunca, en los seis años que llevo en el país, he visto a los uruguayos disfrutar más que durante la humillación por goleada a Brasil en el mundial de 2014. Siete goles a uno a favor de Alemania y todo Uruguay parado frente a la tele disfrutando cada embestida como si con cada gol les duplicaran el sueldo.

De a poquito y como cualquier mutante migrado, me fui mimetizado parcialmente hasta adquirir un cariño medido por la consabida celeste, a la que permanezco ajena cual continente lejano hasta que llega el mundial y con él, el amor.

Arribado el cuatro años esperado, llegan los descuentos para comprar televisores, los banderines en las ventanas de los autos, las banderolas en las ventanas de las casas, las clases suspendidas cuando juega la selección, las firmas del país vistiendo sus productos de celeste, las calles desiertas en los momentos clave, y los petardos y gritos descarnados cuando los vientos soplan a favor. Welcome darling to Uruguayan lands!

Como una uruguaya más, me rindo ante la magnitud del evento, enciendo la chimenea y preparo un piscolabis, el partido está a punto de comenzar. Sufro, comento, los animo, me quejo y les digo -nooo, che no-, -dale, dale, vamosss, vamossss- como si fueran a oírme. Comento todo, todo el tiempo, como si supiera de lo que hablo y mi marido, que es un santo, me mira y calla. Supongo que hace cuentas tratando de dilucidar si aún estoy en garantía para devolución, pero la tensión del partido divide la trascendencia de ambos pensamientos y gana el partido sobre mis taras. Menos mal, porque mi nueva faceta como comentarista sumada al permanente canturreo de los comerciales radiales podrían acabar en traumática extradición.

Si me oyen hablar de fútbol con ese tono trascendente con el que acentúo algunas conversaciones, no me hagan caso. Sólo soy el residuo de una niña que quiso ser como su hermano y que un día, de pura chiripa, metió un gol.