Nadie en el camino | Mariana Sosa Azapian

La miró varias veces antes de decidirse a cargar con su cuerpo. Era de madrugada. Antes la había citado para hablar, en la casa de su madre. Había tomado un café muy cargado; había visto una película de Alfred Hitchcock. Había visto unos pájaros negros los cuales aventuraron en su cuerpo un halo de excitación.

Ambas mujeres tenían la llave y por ende, el acceso a la misma y poder charlar. Pero todo se fue de las manos, como un tornado. Años de castigos, de silencios, de humillaciones fueron suficientes. Era la última conversación. Estela no permitiría más un sólo agravio de su madre.

El diálogo comenzó mal, como si una corneja hubiera atravesado el cielo en forma de relámpago; ya le había dicho cuán desagradable era su vestido, cuán desgastada estaba su figura y que con sus arrugas, ya era tarde para conseguir marido. Era incapaz de expulsar de su boca, algo que pudiera enfatizar algo de la belleza, aún encerrada, de su hija mayor.
Suficiente.

Ahora, María Emilia estaba tumbada en el piso, y la sangre empezaba a brotar, manantial infernal de aquella querella que terminó el día 28 de febrero del año 2005, a las diez de la noche. Miraba su rostro; prefirió cerrarle los ojos, color grises por la tela de la muerte. El espíritu se había ido. Luego, tuvo que acomodar esa mueca como de desprecio. Le tocó la boca rígida como un témpano; la movió como para corregirle el rumbo fantasmal que había adquirido. No fue sencillo: ni la muerte la doblegaba.

Eran ya las tres de la madrugada. El cielo se había tornado anaranjado y era probable que se desatara una llovizna de verano. El aire era pesado; ahogaba los pulmones de Estela, aún vivos, y los muertos de su madre. El aire se introducía semejante a un polizón, con pasos sigilosos.

Como si fuera poco, estaban en el antiguo taller de compostura de calzado del abuelo de María Emilia, un galpón enorme, negro, con techo de chapa desde el cual se colaba parte del cielo de la tormenta. La humedad era aún más bochornosa.

Había que arrastrar el cuerpo por todo el pasillo del patio. La abuela Isabel, dormía profundamente; no sabía que había gente en su casa. No sabía que su hija había sido asesinada en su propia casa. No sabía que se despertaría y tendría que limpiar un desastre de semejantes dimensiones. Estela pensó que el rastro de sangre sería un inconveniente para la limpieza general de la casa.

Continuaba observándola. Se hacía cada vez más pequeña, pese a que en vida, no hace tanto, pesaba unos cincuenta y seis kilos. Pensó oportuno llevársela consigo. Había que moverla. Como un deber nacido de las entrañas, como un movimiento involuntario, casi monótono.

Tomó su cuerpo por los pies, dejando un camino negro a medida que avanzaba con dificultad. Le sacó los zapatos marrones y las medias. Comenzó a pesarle la muerte en sus brazos, en sus manos. Logró, con parsimonia y lágrimas en los ojos, arrastrarla hasta la puerta de garaje. Abrió sigilosamente la puerta verde inglés. Dejó el cuerpo por unos segundos y miró hacia la avenida. Nada. Sólo el cielo naranja sanguíneo sumado a las luces del alumbrado público que acompañaban el ambiente ocre. Parecía un sueño, esos en donde todo se convierte en sepia, uno camina por las calles que son las conocidas, las cotidianas pero se transforman en un mapa onírico. A veces cargado de angustia. A veces cargado de nostalgia por los espacios perdidos.

No se escuchaba nada. Entonces, Estela empezó su travesía. Decidió dejar el cuerpo en la comisaría. Seis cuadras.

Dejó la idea de los pies; a pesar de todo, se convenció de subirla a sus espaldas y comenzó a caminar. Lento, muy lento.

Las calles estaban inmóviles. Las palmeras que adornaban la avenida, la miraban con desprecio, pero, sin peligro. No podían gritar el horror de esa imagen, moviéndose, casi reptando, casi que dando marchas atrás. De nuevo el sueño, esos en donde se avanza sin éxito, hacia la nada, y el nudo en el estómago por la impotencia de la falta de meta, de lugar de llegada.

La sangre comenzó a correr por las sienes de Estela, quien además comenzó a sudar frío. La mezcla de fluidos, le produjo arcadas. Empezó a sentir miedo. Miedo de que alguien la viera. En eso, un carro tirado de caballos, dobló una esquina. Estela bajó rápido a su madre, tratando de simular que la tomaba de la mano. Estaba segura que había visto un rostro deforme, que la seguía con la mirada. Estaba segura que el jinete a cargo, tenía rostro de cuervo ahumado. Sin embargo y felizmente, nadie se percató de sus presencias. El carro desapareció tan espontáneamente a como había aparecido.

Comenzó la llovizna y el agua eran puñales en el rostro de la asesina. Cruzó otra avenida, con su madre a cuestas, una vez más. Sólo las luces de la calle podían guiar el camino. Todo estaba callado. Sólo unos hombres, estaban dormidos, apilados a resguardo en el frente de una panadería, con frazadas y diarios, ajenos al viaje de Estela. Parecía que la noche estaba destinada a ese vaciamiento. Los autos y el transporte público, por alguna razón descansaban.

Pensó en las frazadas hechas de diarios de los mendigos y creyó que hubiera sido una buena idea tapar a su madre de la lluvia. Luego se le ocurrió que era una locura, puesto que en definitiva, su madre ya no sentía nada. Tal vez pensó que la frazada era más adecuada para ella. De todos modos, el juicio lo iba a terminar quien lo tuviera que hacer. La policía, un juez, Dios. Pero su madre ya no. O sí. Pensó en la posibilidad de una tormenta eterna en su descanso, en los ojos de su madre como balas. De todas formas, ya no importaba.

Finalmente llegó con el cuerpo. Atravesó la puerta y divisó a una funcionaria de guardia. La llamó con voz agotada, aplastada de cansancio: “Buenas noches, vengo a notificar que he matado a mi madre”.

Definitivamente, Estela tuvo toda la atención de la funcionaria. Cuando miró el cuadro, un sentimiento de horror se apoderó de sus huesos. Quedó estupefacta en la silla y preguntó burocráticamente: “¿Está confesando un crimen?”

A Estela la pregunta le pareció bastante obvia y casi se le escapó una carcajada. Descargó el cadáver en el piso de mosaicos azules de la oficina.

Se quedó sentada en una silla de madera gastada, con las piernas cruzadas y con una sonrisa en el rostro; sacó de su abrigo un lápiz labial rojo y se encendió la boca, mirando con interés, el movimiento de las agujas de un reloj.

Ilustración: Jaime Clara