Comienza el cruce de la Cordillera, no hay nieve, me pregunto si es mejor o peor a la hora de caer. ¿Quién esculpió la montaña? Halcones quizás, águilas, picaflores en bandadas como obreros enfrascados en dar vida. Un río seco serpentea ondulante esperando el deshielo. Ahí en el medio de la marronidad una planicie geométricamente pensada y dividida vaya a saber por qué animales extraterrestres. Despejado, muy despejado, da para ver el crisol de ocres y herrumbres que anuncian la mina de cobre, la más grande del mundo.
Los dedos de nieve dibujan la montaña, son muchos. Parece la torta marmolada que hacía mi mamá para los cumpleaños. La veo batiendo a mano con un tenedor enfrascada en que las claras crecieran blancas y espumosas igual que la nieve. Hasta que da vuelta el bol y la nieve no cae, queda estática. Ya está dice, mientras se chupa la punta del dedo y yo espero para raspar y lamer los restos de merengue a nieve.
Ahora sí! Los picos nevados hacen la decoración, blancos duritos. Si meten el dedo, se los corto dice mi mamá. Uno detrás del otro los picos nevados. Esto sí es cordillera, pienso yo, cordillera sin nieve no es cordillera.
El niño duerme, no le avisa la mamá del espectáculo.
La cordillera es como el alma, blanca, pura con algunas manchas que van y vienen, como la torta marmolada de mi mamá. Se mira y no se toca, dice mi mamá, se mira y no quiero tocar la cordillera, no me quiero caer.
Descubro la luna, en el centro de un lago de sal. Luna de Cúneo, sin ranchos a la vista. Quiero hacerme picaflor y bajar y libar hasta embriagarme de luna. Un volcán abre la boca.
Sediento, espera.
Decidí bajar, me deslicé por el hilo de una araña, ella no se dio cuenta, estaba poniendo huevos. Llegué al volcán y me dejé caer hasta casi tocar el fondo de rojo granate. Era fuego. Volví a la superficie y me bañé en la luna, me revolqué en la nieve. Escuché la voz de mi mamá: no se te ocurra probar ni un poquito. Una paloma blanca con un ala rota me llevó en su ala. De nuevo la cordillera marmolada como la torta de mi mamá. El paisaje me confunde, no mas nieve, me comí todo el merengue. De la torta marmolada quedan sólo migas desparramadas por todos lados. El sol se posa sobre los cúmulos nimbus rizados, apretados como las motas de la negra Amanda, no se dice negra dice mi mamá, se dice de color. Amanda es de color. ¿Qué color? Pregunto yo. Moreno- dice mi mamá. No existe el color moreno. Bueno se dice así y punto. Mi mamá también era Amanda pero de color blanco. A los blancos no se les dice personas de color. Blanca como la nieve era mi mamá.
Lento, casi inmóvil el avión en el cruce y de pronto el anuncio de aterrizaje. Una gran aventura de cuentos en Lima, Cuzco y el Valle Sagrado me estaban esperando. 28 de julio de 2017.
Niré Collazo (Montevideo, 1950). Ser narradora oral debe ser uno de los oficios mas lindos del mundo, te permite bucear en culturas diferentes, en textos ancestrales, descubrir nuevos autores, conocer gente que nunca me hubiera imaginado y viajar, viajar a escuelas de montaña, comer locro con motoqueros de paso, recorrer minas de oro en Zacatecas, donde bajé mas de siete pisos, al centro mismo de la tierra. Recorrer Perú significa degustar su chicha morada, el ceviche, cancha (maíz), rocoto, anticuchos, tamales, entre otras delicias típicas. Sólo un pantallazo para entusiasmar a los lectores a contar cuentos y también a escuchar. ¿Sino que hacemos las narradoras? Nos quedamos sin público. El cuento que comparto lo escribí en pleno vuelo cruzando la cordillera de Los Andes. No era la primera vez, la había recorrido en auto y visto desde arriba unas cuantas veces. Pero serán los años, que volé recordando y asociando a mi mamá con la cocina y la cordillera. ¿Loco no? Viendo a mi mamá cuando cocinaba. Era una mamá que vivía en la cocina, entre ollas de aluminio y cubiertos de alpaca, esos que había que lustrar todos los días para que siempre parecieran nuevos.