Cocinar el mole nosotras mismas | Antonio Peña Aguilar

Muchas veces me quedé con las ganas de estrellarle un jarro en la meritita jeta cuando me ponía la mano encima. Cómo me hubiera gustado responderle cada uno de sus golpes; siempre me estrellaba su mano en mi cara, dejándomela moreteada por días. Dios Nuestro Señor sabe que no soy vengativa, que mis papás no me educaron así.

Mi mamacita, que en paz descanse, me decía: -“Eso no es bueno, ¿de qué te sirve guardarte el rencor?”.

Pero te juro que cuando mi esposo me golpeaba me daba tanto coraje que quería matarlo, desaparecerlo de este mundo. Luego sentía odio contra mí por dejarme. Después venía el miedo con mucha pena y harta tristeza.

Pasaban los días, los moretones iban desapareciendo y poco a poco el cariño que sentía por mi marido era más grande que el enojo que cargaba. Entonces, este infierno volvía a comenzar. ¿Sabes qué día empezó a cambiar todo? El primero de febrero, cuando vi a mi comadre preparar los tamales de la Candelaria. Me acuerdo bien clarito cómo se fueron dando las cosas. Ese día tenía que ir a comprar un encargo de mi esposo al mercado de San Bartolo, cerca de donde vivía mi comadre. La casualidad hizo que me la encontrara. Bien amable me dijo que me invitaba a comer a su casa, pero que si la esperaba diez minutos para que le entregaran las hojas de maíz:

-“Es que todo el mundo quiere tamales mañana y hay que hacer fila para comprar los ingredientes”, comentó.

Estaba preocupada que mi esposo se enojara si yo no regresaba temprano, pero pensé que sí me daba tiempo.

Después de comer un guisado que le había sobrado a mi comadre, empezó la elaboración de los tamales. ¿Cómo olvidar la maestría de mi comadre al verla batir la manteca hasta que quedaba esponjosa y entonces la añadía a la masa? Qué delicia verla preparar los chiles anchos con la carne de cerdo para los tamales de rojo y los chiles serranos con el pollo para los tamales de verde.

“Anímate comadre, échame una mano”, me dijo.

Me daba rete harta pena contestarle que yo no sabía cocinar, que apenas podía preparar huevos con frijoles y entonces pensaba para mis adentros que quizá por eso mi esposo me pegaba: porque no sabía hacer nada en la cocina.

Entonces me respondió:

-“Comadrita, no te preocupes, yo te enseño, pásame los ajos y las hierbas de olor y vas a ver qué rápido terminamos”. Cómo te explico que nunca me había sentido tan útil. Mi comadre me dijo lo que tenía que hacer, con mucha paciencia me explicó las cosas y me dejó que las hiciera a mí manera.

Estuvimos platicando y me contó cómo había aprendido a cocinar con su mamá desde que era niña y las ganas que tenía de poner un puestecito de tamales y me dijo:

“Ándale comadre, lo ponemos juntas y vas a ver cómo funciona”.

En lo que imaginaba cómo sería ese negocio me di cuenta que ya era bien tarde. Tuve que salir aprisa, pero como se me había olvidado el encargo de mi esposo regresé a casa de mi comadre. Olía bien rico: se me antojaron mucho los tamales y eso que en la comida había quedado muy llena.

Esa noche hablé poco con mi marido, no tenía ganas de contarle nada y como el encargo no le había gustado, creo que le respondí como pocas veces:

-“¡Pues cambias las pantuflas y ya!”

Algo habrá notado porque se me quedó viendo y luego no dijo nada. Me fui a la cama pensando en lo que había dicho mi comadre. ¿Un puesto? ¿Podría ser? Lo veía muy difícil, no iba a tener tiempo ni la manera de decírselo a mi esposo. Ya casi dormida, me acordé que me había quedado con ganas de probar los tamales.

Al día siguiente, temprano, ¿qué crees que hice? Me fui a ver a mi comadre tan pronto como mi marido se había ido a trabajar. Ahí me ves en el camino, rapidito, pensando en cómo habrían quedado. Con algo de pena, pero mucha curiosidad, toqué a la ventana. La comadre me vio y se le iluminó la cara con una gran sonrisa que me dio gusto verla. Abrió y me dijo bien emocionada:

-“Pásale comadrita, ahorita te sirvo tus tamalitos, vas a ver qué buenos quedaron”.

“¿Y mi compadre?”, le pregunté.

-“Se fue a la chamba hace media hora”, se llevó dos de rojo porque son los que más le gustan”, me respondió.

¡Rete buenos! Los de verde con harto pollo, no esas hebras que luego les ponen. Y bien picositos.

Mientras comíamos, mi comadre volvió a sacar el tema:

-“Ya ves como sí sabes cocinar, nada más es que te animes, ándale, vamos a poner el puesto”.

“Ay comadre pero si fuiste tú quien los hizo, yo apenas te ayudé; además, mi esposo no me va dejar, va a decir que ando fuera de la casa haciendo quién sabe qué cosas”. Le contesté.

-“Pues hoy le llevas unos tamales y vas a ver lo contento que se pone”. Respondió.

¿Te ha pasado alguna vez que te acercas a tu novio o a tu esposo con toda la esperanza de darle una sorpresa, pero él te responde enojado y entonces juras que no lo vuelves a hacer?

Esa noche otra vez los golpes a la cara y los tamales por el piso. ¿Sabes lo que se siente? Dan ganas de salir corriendo e irse para siempre: dan ganas de matar.

Empezamos de poco a poco. Pasaba al mercado en la mañana después de que mi marido se iba a trabajar, sin que él se enterara de nada. Entonces llegaba a casa de mi comadre con las cosas compradas con su dinero para hacer los tamales.

Un día, luego otro y así fui aprendiendo a hacerlos. Me enseñaba a sazonarlos y dejarlos que se cocieran lo suficiente en una tamalera que nos habían prestado.

Juntas hacíamos varias docenas. Yo regresaba a mi casa en la tarde y mi comadre se preparaba para poner el puesto en la noche en la esquina de donde vivía. Al principio nos fue mal, bueno, a mi comadre, porque ella los vendía. Se quedaban muchos tamales; es que no nos conocían, pero los clientes decían que sabían bien.

Así pasaron varias semanas hasta que nos empezó a ir mejor. Fue entonces que me di cuenta que sí podía. Me acuerdo bien que un día, viendo cocinar a mi comadre me dije: “yo también puedo”.

Por primera vez me animé a involucrarme en toda la elaboración de los tamales. Mi comadre no dijo nada esa vez, sólo sonrió y empezó a canturrear.

Empezamos a hacer más tamales y a ganar más dinero; en aquellos días se me ocurrió una idea:

-“Comadre, ¿por qué no hacemos también tamales oaxaqueños? A mucha gente le gustan”.

“Puede ser, nunca los he hecho, pero los preparamos juntas y yo creo que sí nos salen”, me contestó.

Ay, si te dijera: fue difícil al principio. Ahí me ves tomando la iniciativa y preguntando cómo hacer los dichosos tamales. Luego se me ocurrió que teníamos que cocinar el mole nosotras mismas en lugar de comprarlo hecho. La primera vez echamos a perder mucho chile y los tamales nos quedaron crudos, pero poco a poco fueron quedando mejor. Un día, bien cansadas, compartimos un tamal oaxaqueño recién hecho; calientito, con la hoja de plátano bien brillosa y hasta sacaba vapor al abrirlo. Las dos lo probamos al mismo tiempo. Cuando volteamos a vernos sólo sonreímos y hambrientas terminamos nuestro tamal en silencio.

Cuando mi comadre empezó a vender los tamales oaxaqueños, otra vez fue de poco a poco. Al principio no nos pedían muchos, pero luego se vendieron mejor. Hubo un momento en el que ya casi no sobraban y se estaban vendiendo tan bien como los de verde y los de rojo. Fue en esos tiempos que nos empezamos a preguntar si sería bueno poner el puesto también en la mañana.

Un día mi comadre me recibió con la noticia que los tamales oaxaqueños se habían vendido muy bien la noche anterior, al grado que se habían terminado. Me dio mucha felicidad, como pocas veces en mi golpeada vida. Tal vez esto que te voy a decir no lo vas a creer, pero ese día regresé a mi casa, tomé algo de ropa y me largué: dejé a mi esposo para siempre.

 

Antonio Peña Aguilar, es psicólogo, nacido en México. Este cuento fue publicado en Claustronomía, revista gastronómica digital de la Universidad del Claustro de Sor Juana, México, D.F. que autorizó especialmente a Delicatessen.uy a publicar este relato. 

www.claustronomía.mx