Una letra de tango | Antonio Pippo

Vaya si se recuerda. La escribió, una noche de otoño, Cascarilla Batista.

Jugando al truco por la copa, en el boliche del Chiquito Otegui, ganó más de lo conveniente para su capacidad de absorción de caña. Fue una jornada histórica porque hizo pareja con Aniceto Fernández, que no podía hacer la seña del cuatro. Era mellado.

Cuando terminó el último partido, Cascarilla se levantó, besó la frente de su compañero, como sincero homenaje del borracho al discapacitado –siempre dio fe de que el alcohol no eliminaba la compasión-, y se fue a un rincón del mostrador. Pidió papel y lápiz y anunció que iba a escribir un tango. El tango de su vida. Sentía la necesidad de hacerlo; siempre había soñado que lo llamaran poeta y, además, se le ocurría un homenaje a la amistad y a tantos y tantos vasos blanqueados por su ansiedad oral.

Y ahí estuvo, dos horas al menos, encima de una hoja amarillenta que, poco a poco, se llenó de unos extraños garabatos. El mellado Fernández había quedado en la mesa, atrapado en una suerte de sopor, murmurando frases entrecortadas y con la respiración agitada, mientras los demás, tras la sorpresa inicial, observaban casi con unción aquellos intentos artísticos tan inesperados y que, sin embargo, qué curioso, los cautivaban.

La cosa era que Cascarilla, en toda su vida, apenas si redactó un par de composiciones sobre la primavera, en su cuarta repetición de tercer año diferencial; las usó la maestra para demostrar al resto de los niños lo que jamás debía hacerse. Y música, hasta donde se recordaba en el pueblo, nunca había estudiado. Algunos memoriosos, eso sí, juraban haberlo visto tocando el tamboril en la murga “Acostumbrados a la intemperie”, o rascando una guitarra en un trío que duró poquísimo: “Arriba del alero”. Como cantor, desafinaba siempre, aunque sobre este punto él había desarrollado una justificación ingeniosa; era culpa de la paletilla, que de tanto en tanto se le daba vuelta y le disminuía la capacidad pulmonar. Sostenía que sólo se la curaba la caña, tomada de arriba, o sea a cuenta de otros, y si era con pitanga, mejor.

A medida que transcurría el tiempo, la expectativa general crecía como leche hirviente. Ni lerdo ni perezoso, Chiquito sirvió alrededor de cinco o seis vueltas que nadie pidió, pero que, faltaba más, la concurrencia consumió con fruición majestuosa, semejante a una ceremonia pactada desde el fondo de todas las desesperanzas humildes. El tabaco ayudaba creando un clima difuso, opresivo y cálido, pintando una extraña aureola alrededor de aquel hombre que se las había arreglado, como tantas veces, para contener en su pequeña figura, muy baja pero robusta, toda la atención posible.
-¡Ya está! –dijo Cascarilla, de pronto.

Entonces le cayó encima, con toda su energía y desprolijidad,el entusiasmo acumulado de los otros. Cayó algo más, en realidad: tres sillas, algunos vasos y una botella de grapa, ante la desesperación del propietario del boliche.

-¡Calma, calma! –exigió Otegui, preocupado sensatamente más por su escaso patrimonio que por la todavía desconocida calidad tanguera de su amigo. –Que la lea ya mismo –dijo con voz grave, de rematador de antigüedades y luego de una pausa justa, admirable, bien de hombre de la noche.

De golpe se acallaron los murmullos. Se oía zumbar a las moscas porque allí no sólo eran muchas sino ruidosas de tan confianzudas.

-Aquí va… –confirmó el flamante autor y se puso a recitar unas líneas que nadie alcanzaba a ver: –“Si habré rodado por esta vida fulera…”

-¡Pará, boludo! –gritó enseguida el negro Collazo, borracho por unanimidad. –Por lo menos silbalo…

-Es que no tengo la música –retrocedió Batista, ofendido.

Decayó algo el interés, hay que decirlo. A fin de cuentas, ¿se trataba de un simple versito? ¿Para eso tanta espera, tanta curiosidad, tantas copas que habría que pagarle a Chiquito, quien, veloz cual rayo cósmico, seguía apuntando en su odiada libretita. Flotó la idea, por un momento, de que la improvisada asamblea se disolviera. Incluso el loco Montes, siempre calladito, observador, amagó ir hacia la puerta. Una suerte de señal, quizás.

Fue el instante en que se escuchó, estruendoso, el vozarrón de Epifanio Rodino, el que organizaba excursiones para jubilados y había fundido tres panaderías: –¡Déjense de joder, che! No puede ser que un estimado compañero, ¡qué digo!, un camarada de todas las horas se quiera expresar libremente ante tan digno auditorio, reunido a los efectos pertinentes, y ustedes le limiten, le pongan obstáculos a su derecho a la expresión poética y a sus mas puros sentimientos… ¡Me cago en la hostia, no puede ser!

Su estado etílico era una belleza. Compacto e indiscutible. Y tan sentido discurso tuvo efecto inmediato entre los espectadores –si es que se le podía llamar así a esa junta de beodos- y se hizo un silencio espeso, cuasi religioso. Tanto, que el mellado casi se ahoga pues, profundamente conmovido por la arenga de Epifanio, decidió abortar un eructo necesario en el momento menos apropiado.

Batista echó una ojeada abarcadora, inspiró, largó el aire con intencionada lentitud y continuó leyendo.

-“Si habré rodado por esta vida fulera,/ sin un puto cigarrillo,/ sin amores ni ilusión…”

-¡Epa, loco! –el que saltó como un resorte esta vez fue el propio Epifanio, interrumpiendo la propuesta lírica. –Una cosa es la libertad de expresión y otra muy distinta el relajo. ¿Cómo vas a poner “puto cigarrillo”? ¿Desde cuándo los cigarrillos son putos? ¿Por qué se te ocurrió que lo sean? ¿O es que querés plantear alguna reivindicación moral o de costumbres, vos? ¡Buscá otra cosa!

-Es una forma de decir… –amagó tímidamente Cascarilla.

Mala suerte. El disenso se interpuso enseguida, estridente. Aparecieron unos cuantos recursos literarios como aporte de la concurrencia para zafar de aquel cuello de botella: “Sin un solo cigarrillo”, “Sin un flaco cigarrillo”, “Sin un miserable pucho” y la joyita de “Sin uno de barba de choclo”, sugerencia de Collazo, que cuando estuvo en la cárcel fumaba de ésos. Hasta que Chiquito Otegui –a tamaña altura sirviendo vino negro de damajuana-, inquieto por el cariz que adquirían los acontecimientos, decidió instar a las masas a la serenidad.

-Hagamos algo como la gente. Que termine de leer la letra, a ver cómo sigue la cuestión. Después tendremos tiempo de corregir…

Volvió a posarse el silencio como un ñacurutú en una cruz de palo. En definitiva había hablado el dueño del local, un señor de bien, una persona respetada en la comunidad. ¡Si de vez en cuando hasta fiaba! Su palabra portaba el sentido común.

Y se oyó de nuevo al incipiente, ya medio aturdido autor, al borde del desánimo: -“Si habré rodado por esta vida fulera,/ sin un puto cigarrillo,/ sin amores ni ilusión,/ que mi propia viejita, cabrera,/ me tiró a la calle el colchón…”

Junto en este momento, el mellado eructó.

Fue, a un tiempo, una expiación y un colosal estremecimiento parecido a un viento de locura que sacudió las conciencias en un único grito desgarrador y colectivo: –¡Las madres no hacen eso a los hijos, carajo!

-¡Vos no te vas a meter con mi madre! -arremetió sin delicadeza el negro Collazo, manoteando el aire mientras se venía, se venía a punto de un aterrizaje forzoso.

-¡Y con la mía tampoco, cornudo! -bramó desde el fondo el mismísimo Epifanio, sin poderse levantar de la silla, aunque con enternecedora dignidad.

-¿Con quién se encama la mujer de éste? –atinó a consultar sin convicción el mellado Fernández, que ya no tenía el pecho oprimido ni entendía lo que estaba ocurriendo.

Batista quiso explicar, pero no pudo con el malón. En un abrir y cerrar de ojos andaba atajando y lanzando golpes boleados. Alguien trastabilló y se fue al piso. Voló un casillero, emergido misteriosamente, y dio contra la precaria estantería donde Otegui guardaba como un tesoro una botella de whisky importado, por la mitad, la única, estupenda para las ocasiones especiales. El loco Montes, saliendo de su sempiterna hosquedad somnolienta, tuvo la pésima idea de pararse sobre una mesa y reclamar compostura con los brazos en alto; lo bajó el negro Collazo, que venía reculando. Al Chiquito le pegaron en la oreja derecha; un golpe anónimo pero generoso. De repente, Cascarilla y Epifanio quedaron abrazados, bamboleantes, dejando la imagen de una loca danza de la perdición, de inexplicable estilo, hasta que tropezaron con el pecho del mellado: el segundo eructo de esta bestia parda fue impresionante, aunque de carácter involuntario; semejó a una campanada parroquial llamando a misa de la medianoche donde el cura expresaría en su sermón la revelación final.

Y vino la policía.

Las explicaciones entrecortadas, incoherentes, le resultaron molestas a Cacho Bagnasco, el oficial a cargo del operativo. Funcionario meticuloso al fin, también pícaro de barrio, quiso conocer “la prueba del delito” y le trajeron la poesía de la discordia. La leyó dificultosamente, renglón por renglón, sin comentario alguno. Al cabo, estrujó el papel y lo tiró lejos, con desprecio. Después, tajante, ordenó a Cascarilla: –Te vas a comer unos días en cana. ¡Marchá preso!

-¿Por qué…? –quiso saber el frustrado letrista.

Ahí el policía se ajustó el cinto con el revólver de reglamento, estiró su uniforme y los miró, uno por uno. Todos contuvieron el aliento: Otegui, con la oreja hecha un repollo rosado; el mellado, cuyos eructos eran ahora suaves suspiros de un rinoceronte dormido; Epifanio, que en el entrevero había perdido los mocasines; el negro Collazo sentado definitivamente en el piso pues no podía moverse: y el loco Montes, que después de la caída había seguido tomando caña como si fuera feriado no laborable.

Al fin, Cacho Bagnasco sentenció, inapelable:
-¡Porque la vieja es sagrada, animal!

 

Antonio Pippo, nació en Buenos Aires, pero no dudamos que se considera oriundo de San José de Mayo, pese a vivir desde hace varias décadas en Montevideo. Es periodista, escritor, investigador del lenguaje del tango, narrador oral en lunfardo. Trabajó en televisión, prensa y radio. Es autor de, entre otros libros, El quilombo y otros cuentos de otoño, Obdulio con alma y vida o Jazmín de noviembre. Es autor y recitador en los espectáculos poético-musicales Bien polenta y Tango íntimo. Este cuento, reescrito de forma parcial para Delicatessen.uy, fue inicialmente publicado por el autor en el libro El quilombo y los cuentos del otoño, en noviembre de 1993.