He caído, con cierta prisa motivada por las razones del día, en un mal lugar. La peluquera me enjuaga arrancando más pelos de los que debería y luego, mientras espero, atiende un celular, y después me peina acercando el secador demasiado. Me quejo apenas para que mi sensibilidad no la moleste. Le digo de entrada cuál es mi problema, para que tome en cuenta la situación, pero me corta con que el pelo se cae en otoño, le recuerdo que es julio y me dice que entonces me lo lavo mucho, o muy poco. Lleva razón, claro, las peluqueras entienden de pelos, quién si no. Cuando pago y ya me hice la promesa de no volver a ese lugar, la mujer me pide disculpas por haber sido brusca, y lo adjudica a una dolorosa tendinitis que padece. Respiro aliviada porque era eso y no que yo por alguna razón no mereciera un trato mejor, y para que no vaya a pensar que estoy enojada le dejo una propina exagerada. Echo una última mirada a los espejos. Recuerdo un documental sobre vacas muertas. Desde el comienzo del día creo estar al borde de algo, le digo como despedida a la mujer, y me sonríe mientras saca de su delantal el celular, lo chequea y lo vuelve a guardar. Te entiendo, me despide. La peluquera entiende. Todas las peluqueras entienden de soledad telefónica y carnes abandonadas.
– A Martinelli- le digo al taxista. Por los parlantes atruena una canción de rock desafinado. Seguramente me oye mal o se distrae porque dobla por el lugar contrario al que debería. Se lo indico con cuidado porque sé que están al mango, cansados de pasajeros, en fin, y no quiero hacerle pensar que pienso que me está queriendo estafar. La canción habla de la buena suerte, pero al estar tan alto el volumen pienso en la mala, ineluctablemente. Le pediría que bajara, después de todo le di la dirección de una sala velatoria. Pero el hombre me vio salir de una peluquería, a lo mejor no piensa que soy un deudo triste. Le explicaría cómo son las cosas, si no estuviera la estridencia de la música y si no fuera a una velocidad excesiva que lo puede hacer perder el dominio del volante, además de que lo lleva solo con la mano derecha.
-¿Podría bajar un poco el volumen?- No sé ni cómo me atreví a decirlo, de hecho me interrumpí entre “poco” y “el volumen” porque se me llenó la garganta de saliva. Yo le miraba la nuca, pero él me miró por el espejo, y entonces yo lo miré también y en el vidrio vi sus ojos, muy claros, y de paso vi que la mampara tenía un chicle pegado. –Me duele la cabeza y voy a un velorio- añadí.
-Ajá. – Apagó la radio. Sentí que le tenía que dar una propina sustanciosa. –Capaz no debió hacerse brushing.- En realidad me sonó “brayin”, pero era también porque el hombre tenía cara de Yonatan o Yimi, unos bucles inubicables, una sonrisa torcida, un anillo deslucido en el anular.
-¿Familiar?- preguntó. Una opción era ponerme a contarle, es decir, toda la historia, de cabo a rabo. Me preocupa que los demás no entiendan cuando cuento algo, y a veces la falta de un detalle deja al oyente en una tierra de incredulidad. Cuántas veces me vi preguntándome si esa historia que me contaba fulano no era una puta mentira sólo porque un detalle –una hora, un minuto: los detalles tienen que ver con el tiempo- no encajaba. Le dije que no, que era una amiga. Ah, dijo, la amistad. No sé qué quiso decir, porque sonó como si “la amistad” tuviera un peso, pero también como si fuera un fraude. Eso pensé.
-¿Conoce Pando?
-No.
-Tengo una historia de ahí –dijo- Había comenzado a garuar y activó los limpiaparabrisas en el momento en que cruzaba frente a nosotros un anciano en bicicleta. Recordé a mi padre, el zigzag de los limpiadores fraccionaba la imagen. No sé cuánto tiempo después estábamos llegando. La calle estaba inundada y en la vereda, sin paraguas, estaban ellas. Marta e Inés miraban claveles en la florería; Justina había venido con el esposo, que sostenía un paraguas que lo tapaba más a él que a ella. Incluso mojado, el cabello de las tres parecía abundante. Le iba a decir que no bajara la bandera, que seguíamos, pero decirle eso después de oír lo de Pando y haberle contado alguna cosa de mí podía ser malinterpretado, y que me malinterpreten es algo que no soporto. Ninguna me saludó. Hubo un relámpago en el instante en que pasé junto a ellas y entre el estremecimiento por el trueno y el recrudecer de la lluvia debí ser menos que un ángel y no me vieron. Alguna iba perfumada y se coló en el aire un olor que no debía estar.
Las razones por las que no me quedé no las tengo claras, ni siquiera tanto después. Bastaron esos cinco o seis pasos bajo lluvia para que el brushing se aplanara y las carreteras espaciales de mi genética se mostraran en todo su esplendor, y al edificio del interior de mi cabeza se le cayeran algunas columnas básicas. La vergüenza se movía como una señora de caderas anchas. Mi madre estaba ahí arriba, nada menos.
“Un último anillo que no ha sido debidamente expurgado de veneno”. Así había rematado el taxista la historia pandense. Caminé varias cuadras repitiendo la frase, para no olvidarla.
Meses después fue el asalto. Todavía trabajaba en la financiera, pero ya no atendiendo público. Escuché desde la oficina el alboroto en las cajas, los gritos, y debajo un silencio futuro y aterrador como un monstruo abisal. En el medio hubo disparos, los oí como si partieran de una película, me pareció ver a un forajido empuñando algo, y las baldosas movibles, con sangre que se deslizaba con propiedad. Pobre Justina, dije, pero no era ella la que boqueaba, sino una desconocida que había ido a pagar zapatos que no necesitaba y champán que no debió beber. Mi jefe me dio libre ese día y el siguiente, aunque sólo unos minutos los pasé en el juzgado. Justina, Laura e Inés, todas cajeras, se comieron la tarde ahí.
-Pez globo, ¿tienen?- tuve que repetir la pregunta y la chica dijo que iba a preguntar. No tenían.
-¿Pero sabés de qué te hablo?
-No, señora, pero sé que no tenemos.- Ah, maravilla concisa de la juventud. Me largué a contarle que era una de las empleadas de la financiera asaltada ayer.
-Va a pedir algo, señora-, ni siquiera parecía pregunta, era un semáforo plantado en medio de la mesa titilando en rojo. Es un plato exquisito, le dije, caro, le remarqué, cuya preparación –ella miró hacia el mostrador- requiere de un conocimiento transmitido de generación en generación –el hombre que se acercaba parecía el dueño- , de padres a hijos, no sé si me explico, y un ligero error, un insignificante desliz -¿algún problema, señora? sonó amable- puede determinar una tragedia.
Le dije al hombre que ningún problema. Había reflejos en sus ojos y movía las manos con lentitud, sonrió encantador cuando dijo que el plato del día eran miniaturas sin toxinas. Las pedí con vino.
-Horrible, están conscientes todo el tiempo. Porque además, esta persona sabía que había una posibilidad entre un millón de que le pasara. Primero es un adormecimiento de la lengua, eso es normal, una dosis homeopática del veneno. Pero después…- Se me empezaron a salir las lágrimas y quedamos en silencio un buen rato.
-Jugó con eso, como quien dice.- Sacó un cigarro pero no lo encendió. –Me gusta ver pasar los cargueros- dijo y los señaló a lo lejos. Cuando me sugirió que dejara de tirarme del pelo ya había vaciado media botella y una pareja que venía conversando se había sentado en la mesa contigua. El hombre apoyó una Atalaya sobre un maletín dorado.
-¿No es que ningún pelo se cae sin la decisión de Dios?- la mujer era más joven que su voz. Cierta majestuosidad le pesaba bajo la forma de un grueso rodete castaño prendido con ondulines. Mientras la moza se les acercaba comenté en voz bien alta que por suerte soy atea. No sé por qué me salió eso, porque nadie me había preguntado y ni siquiera es cierto. Dios ha decidido, pues, que quede pelada, dije. No parecieron oírme, o quizá me ignoraron como tantas veces hice yo con monsergas de gente como ellos, tildándolos de locos o malcogidos. Sí, yo solía definir a la gente así.
-No es así – El hombre volteó la cabeza hacia mi lado, atravesándome como si fuera invisible, como si un film protegiera sus ojos de mi mirada igual que protege un muslo de pollo en el freezer. – Dios no se mete en los asuntos de este mundo que…– iba a sentenciar y ella lo completó: “…que está en manos del inicuo”. Es decir, del Inicuo, pensé.
-Exactamente, hija, exactamente.- Era la hija. Miré a esa chica que no festejaba sus cumpleaños, que no recibiría transfusiones, que no engañaría a su esposo y no tendría sexo anal. Quizá tuviera una montaña de hijos y una cabellera esplendorosa el resto de la vida. El dueño del antro seguía mirando los cargueros. Luego anotó su teléfono en una servilleta. Qué me importaba.
Cuando pasó un tiempo gugleé el asunto aquel de Pando. Creo que no lo olvidé porque me lo habían contado en un día señalado. No había mucha cosa. Las Gorgonas era una sociedad secreta –en la medida en que algo puede ser secreto acá, donde todo el mundo tiene la boca floja-, conformada por señoras que querían justicia –quién no- pero sospechaban que no existe o demora, y la buscaban bajo el vestido de la venganza. En principio, se trataba de mujeres cuyos esposos, padres o hijos habían sido víctimas de mala praxis médica, y los casos o no habían llegado a juicio o se habían sobreseído sin castigo alguno para los culpables. Los profesionales cuestionados llegaban una noche al estacionamiento y las gomas estaban pinchadas, o volvían a su casa y la ropa los esperaba afuera movida por una esposa que había despertado de un sueño, o llegaban al juzgado y un expediente se había perdido. Me gustó ese aire justiciero, las chicas maravilla de un pueblo periférico cuyas venganzas eran difíciles de probar y en todo caso, minúsculas piedras en un zapato. El artículo periodístico que leí mencionaba que con el correr del tiempo comenzaron a integrar la sociedad mujeres de un perfil más torvo, que no se conformaban con pequeñas maldades. La leyenda urbana hablaba de médicos envenenados, emparedados y asfixiados en lides eróticas.
Muy otra cosa era lo que me había contado el taxista. Las Gorgonas era una sociedad secreta, sí, pero de esposas que asesinaban a las amantes de sus maridos. Me extrañó que el artículo no mencionara nada de esto, y si bien nunca había sido amante de un hombre casado y no sentía empatía alguna hacia las probables víctimas, había algo compartible en la versión del diario e imperdonable en esta última, y no lo digo desde una solidaridad de género.
En abril de este año salí con licencia psiquiátrica, algo nada anormal y más común de lo que la gente cree si hablamos de empleados de financieras, lugares donde la miseria humana cae desde trampolines olímpicos. Tanto ver cómo la gente se endeuda me enfermó, ni más ni menos. Así que me largaron sedal. Primero respiré profundo. Pero pronto las almohadas se llenaron de pelos, y al cabo de algunos días del reloj salían serpientes. Mi ex, un excelente sujeto del que aún no hablé porque no era necesario, me aconsejó que me hiciera un viaje. Cuanto más lejos, mejor, dijo, y no me pareció que hubiera sorna en sus palabras. Así que viajé.
Entré a una peluquería cualquiera del centro de Pando. Una chiquilina de pelo tornasolado me hizo un masaje capilar y recomendó el corte alopécico número dos.
-¿Toda otra familia?- preguntó. La tijera bailaba y tuve miedo que la indignación le hiciera rebanarme algo.
-Toda otra familia- y la dejé ahí. Pasó una media hora, y Ester, la chica del pelo tornasol, divorciada dos veces, separada tres, y madre de cinco niños, me dio la dirección oficial y secreta de Las Gorgonas y un imán de heladera con un sello. Con esto entrás sin problema, me dijo. Pagué con tarjeta y me fui. Claro que si mi marido hubiera tenido TODA otra familia en otro lado el corazón se me hubiera apretado de espanto, pero al no tener marido esa posibilidad era improbable. Si además salía, como era previsible, la ley de caducidad matrimonial, con contratos renovables o rescindibles igualito que un alquiler, estos dramas de salón pasarían al olvido y las peluquerías se dedicarían a conservar el pelo de la gente, que es lo que deberían hacer. Pasé la tarde en el hotel deshaciendo el peinado, y al fin me decidí.
El restaurante parecía modesto y estaba a las afueras de la ciudad.
Un tipo de rasgos orientales abrió la puerta luego de que la aporreé treinta veces. Pregunté por las gorgonas. Le entendí vagamente un “no sabel” y puse el pie antes de que la cerrara de nuevo. No puedo decir cuánto más sus ojillos de rata se achicaron, hasta que teatralmente saqué el imán del bolsillo del jean y se lo puse delante. Las gorgonas, repetí. Me sentía parte de una película. Durante las dos horas siguientes estuve viendo cómo Isao, el cocinero japonés, cortaba y adecentaba en bandejas un sushi de pez globo. Los bichos estaban vivos, dispuestos en grandes tinas, y no eran todos iguales. Ignoro cómo llegaban a una ciudad como Pando, pero se sabe que las rutas comerciales tienen movimientos insondables. Isao los tomaba con delicadeza y los despellejaba en segundos. Guardaba algunas partes en una caja metálica de la que pendía un candado. Le pregunté por qué y dijo que era parte del ritual, sin aclarar de cuál. Creo que tenía necesidad de hablar para alguien, porque luego me fue contando paso a paso cómo era el procedimiento para servir el venenoso animal sin matar al comensal. Si hubiera puesto más atención podría haber sacado provecho de esa clase magistral, pero la mirada se me iba en detalles del lugar y en el temor de que cuando ellas –las gorgonas- llegaran, yo iba a tener que justificar muy bien por qué estaba allí. Contó que en este momento eran solo tres; algunas no aguantan y desertan, dijo, pero luego dio a entender que lo que se decía por ahí eran calumnias sin cuento. Cuando observé que el lugar estaba bastante apartado como para tener clientela abundante, Isao aseguró que la plata se hacía con turistas.
No recuerdo cuándo comencé a arrancarme los cabellos, ni por qué. En las largas noches que perdí buscando información de todo tipo no encontré una respuesta. Ni soluciones. Iba caminando por la calle y la humanidad se dividía entre los que tenían y los que no tenían. La belleza se ubicaba a un lado, la pérdida al otro. Isao conservaba un pelo negro y grasiento. No parecía particularmente bello ni feliz ni alegre: cortaba el pez con el repudio disciplinado de la perfección. Creo que comenzó en la adolescencia, en algún momento de depresión por cuestiones de la vida, y luego fue retornando crónicamente, cada vez que algo no andaba bien –y siempre algo no anda bien-, constituyéndose como la zona débil, apóstata, infiel. Los doctores, al no acertar con nada, señalaron la genética. El mundo tiene sillas ortopédicas, diálisis, ojos de vidrio: una peluca no es la peor opción, dijo la psiquiatra.
Estaba en esos pensamientos cuando llegaron ellas. Una parecía Justina (imposiblemente más joven y linda) y tal vez fuera; recordé que su esposo era de ahí. Pero había olvidado aquello. Eran mujeres expeditivas y silenciosas. Ya sabían de mí, supongo que por la peluquera, y apenas hicieron preguntas de cortesía, en dónde me hospedaba, qué había almorzado, qué me parecía la ciudad. Hice como si fuera la primera vez que iba. Me dio cierta vergüenza haber entrado con artimañas para indagar en asuntos que de última no me importaban, y encontrarme con un negocio en marcha, gente que laburaba, mujeres que se parecían a mi madre cuando fue joven y emprendedora, y que sin duda jamás habían matado a nadie por más engañadas, golpeadas, ninguneadas, sometidas o abandonadas que hubieran sido. Hacia las ocho, le pregunté a la que parecía llevar el mando si no habría lugar para trabajar ahí. Mentí que había sido moza en un restaurante y que lidiar con público me levantaba la moral. Me preguntó si el físico –y juraría que miró mi cabeza, pero también pudo ser que pensara en los años- no sería un problema. Colgó el cartel de OPEN. En un santiamén el lugar se llenó, como si fuera un teatro. El cocinero y yo seguíamos en la cocina, perdidos en nuestros venenos.
-Y usted –preguntó por fin Isao, señalándome un plato terminado, destinado a mí, al parecer- ¿ya es Gorgona?
-Casi. – El plato parecía la cola de un pavo real. Realmente tentador.
Mercedes Estramil (Montevideo, 1965) Fue colaboradora de suplemento La Semana, El País Cultural y revista BLa. Su libro de poesía Ángel sólido fue Premio Municipal en 1994. Autora de las novelas Hispania Help (2009), Irreversible (2010), Rojo (Premio Nacional de Narrativa/EBO-Fundación Lolita Rubial, 1996; HUM, 2011), su primer volumen de cuentos Caja negra (2014) e Iris Play (HUM, 2015)
Foto de la autora www.booksfromuruguay.com, del pez globo brunopicoanimalesacuaticos.blogspot.com