Cuando los necesitás, casi nunca están | El Gourmet enmascarado

Tres Cruces era un hervidero de gente. Se venía el fin de semana largo y, pese a los anuncios de temporales de todo color y dimensión, todos queríamos sacar el pasaje para ir al interior para tratar de huir de la gris y sucia Montevideo, que padecía un conflicto con los recolectores de basura. Decido ir a tomar un café a una conocida casa de comidas que está en la zona del shopping de la terminal. No había mucha gente, era temprano, y «el servicio», como se denomina en la jerga gastronómica, estaba pronto para recibir, al malón de comensales que llegaría como cada mediodía. Esa empresa suele tener una razonable cantidad de personal por comensal, en proporción con la cantidad de cubiertos, en teoría, aunque la práctica eso no suceda.

La escena ocurrió el jueves pasado. Una señora que mansamente almorzaba, en determinado momento comenzó a vociferar porque nadie venía a traerle la cuenta. «¡Quiero que me cobren!» gritaba en forma violenta. «¿Ninguno mira para acá? Parece que no quieren que pague», siguió con su reclamo a voz en cuello.

Yo me encontraba a tres mesas a su derecha y observé todo lo ocurrido. Si bien ella estaba de espaldas y desde el mostrador ningún mozo podía advertir si había terminado de comer, la señora tenía razón con el grupo de mozos y mozas que no estaba atento a lo que sucedía en todo el sector. Eran cinco o seis que conversaban animadamente, de espaldas al salón, ajenos a las mesas que debían atender.

Ante el justo reclamo, pero desafortunado en la forma, se acercó un mozo, que a lo único que atinó fue llamar a su compañera, que era a quien le correspondía esa mesa. Minutos después, me pasó lo mismo, pero no es mi estilo hacer olas y gritar en medio de un restaurante. Demoré varios minutos en lograr que alguien se dignara en cruzar la mirada conmigo para pedir la cuenta. Terminé haciéndole señas al pizzero, quien avisó de mi demanda.

Lo ocurrido no es nuevo. Pasó, pasa y seguirá pasando. El petit incidente, porque no pasó de eso, es mucho más frecuente que lo deseable, en un país que quiere ser de servicios y que intenta vivir del turismo. El mercado gastronómico -y lo menciono especialmente porque es de lo que estoy escribiendo y de lo que fui testigo, pero podría extenderse a otras áreas- ha tenido una expansión inusitada. Sin embargo, y salvando las injusticias que supone la generalización, parece que el profesionalismo no llega a ser el correcto. Más de una vez padecemos la indiferencia del servicio que no atiende bien a los comensales. No hay vigilancia ni esmero a la hora de estar atentos a las necesidades del cliente. A veces da la sensación que cuando uno pide o reclama, el mozo (o moza, tanto da) se molestara.

Las escuelas de gastronomía que andan en la vuelta capacitan al personal de sala de los restaurantes y casas de comida para atender al comensal en su justo término. Porque tampoco hay que pasarse para el otro lado y tener una actitud invasiva, que agobie. Recuerdo una atención tan personalizada que quien me atendía, se sentaba en mi mesa y hasta probaba de mi plato para comprobar si todo estaba correcto.

Ni tanto ni tan poco. Ese personal, que es verdad que muchas veces debe soportar impertinencias como la de la señora de Tres Cruces, tiene que imaginarse él siendo comensal y pensar cómo le gustaría ser atendido. Ni más ni menos. Después de algunos desplantes no podrán enojarse si alguien no deja propina o, lo que es peor, no vuelve nunca más.

Así que calladito la boca, cuando logré pagar, dejé una propina simbólica con el convecimiento que difícilmente volveré. Por si fuera poco, durante todo el fin de semana largo llovió, por lo que mi actividad se redujo a ver series por televisión, sin salir de la habitación del hotelucho que elegí por internet, creyendo todo lo que prometía en su página web.

 

Ilustración: Jaime Clara