Todas las excursiones campestres, desde las destinadas a la caza hasta el más intrascendental pic-nic, todas, tienen una emoción particular.
Previendo eso fue, sin duda, que sin convenir nada expreso, en un acuerdo tácito. Materia y yo resolvimos la otra noche damos una gira en la bañadera “de Independencia a Carrasco, cruzando por bosques y playas”.
— ¿Tarda mucho en salir?
El tipo miró el reloj y contestó seguro:
—Diez minutos.
Dicen que partir es morir un poco. Ha de serlo, no más, según el estado de espíritu de mi socio y el mío mismo en los instantes previos a la partida.
Como si nos despidiéramos para siempre empezamos a recorrer con la vista esa plaza bulliciosa y brillante de luces, esos rincones familiares de este Montevideo tan nuestro y tan querido.
Dijérase que no era el mismo. Le descubrimos bellezas nuevas, aspectos desconocidos. Quizás ahora, que nos separábamos de él, empezaríamos a darle su verdadero valer.
Lo veíamos con distintos ojos. Más afectuosos, más llenos de ternura.
Con los ojos del que se va.
Se nos acerca un vendedor y alargando un paquete dice:
—¿Caramelos para el viaje?
Esas palabras tan simples, ahondaron más aún nuestro sentimiento.
¡El viaje! . . . Sería muy largo, seguramente, si era preciso llevar provisiones con que entretenerse. Dejaríamos muy atrás, estas lindas palmeras, estas casas viejas, estas ventanitas iluminadas que nos seguirían largo trecho con su mirada de despedida. Hasta hacerse difusa, hasta nublarse, quizás bajo una lágrima.
Tengo por hábito, cuando me empiezo a poner sentimental, observarme un poco, a ver si la apostura está en consonancia con la situación.
Allí no lo estaba. Sentados en ese enorme carromato, de donde sobresalía más de medio cuerpo que dominaba el panorama, el sordo y yo, solitos, deberíamos parecer dos estatuas. Para mejor, abajo se habían reunido los chiquilines que se esfuerzan por miramos, dirigiendo hacia arriba las narices. Casi hasta desnucarse. Decididamente, nos estábamos poniendo en una evidencia ridícula.
Tan solos en ese camión tan grande, éramos como dos plantitas en medio del desierto. Tan altos, sobre el nivel de la calle, parecíamos dos audaces aviadores que se lanzarían a descubrir nuevas tierras.
—Che, ¿va a tardar mucho?
—No; ya sale.
Subió el chofer, tocó unas llaves, encendió los focos, volvió a apagarlos.
Por los preparativos era fácil deducir que estaba muy próximo el instante decisivo y le di el último adiós a Montevideo.
Por suerte tomó ubicación detrás nuestro un matrimonio joven. Recién casaditos, los palomos se deshacían en ternuras.
Ella era muy rica. Nos observó un instante y dijo algo al oído de su esposo que, disimuladamente, se cercioró si llevaba consigo el revólver.
Después estiró el cogotito, como si tragara saliva y puso una carita que parecía decir: ‘Yo soy muy desgraciada porque a mí nadie me quiere”.
Pero él, que la entendía, aproximó su cabeza a la de ella, afectuoso, amante, solícito y le preguntó embargado:
— Erutaste nena? ¡Eso es bueno; eso es bueno!
Hacía cosa de media hora que estábamos ahí sentados. Sin duda que el guarda esperaba que se llenara para partir de “Independencia a Carrasco cruzando playas y bosques”.
Pero era indudable, también, que eso no lo habría de conseguir nunca, porque mientras llegaban nuevos pasajeros, los que ya estaban arriba, y habían esperado, como nosotros, tanto tiempo, resolvían postergar la excursión y abandonaban el coche. Así, se iban turnando en los asientos.
—Che, ¿falta mucho?
—No, no; ya sale. ¡Enseguida!
Subió un inspector que empezó a firmar planillas con verdadero denuedo, con un gesto muy grave y preocupado.
Después, como el anterior, apretó unos tornillos, abrió una llaves, encendió los focos.
Y yo volví a despedirme de este Montevideo que ahora, para hacer más triste el momento, había comenzado a apagar sus luces.
De repente el sordo me pegó un codazo y balbuceó disimulado:
—No mirés p’allá,
—¿Quién es?
—Es un amigo de la infancia. Hace una hora que me está afilando pa’ saludarme. Los amigos de la infancia son una peste. Te miran, te siguen, parece que tuvieran un gran interés en verte, . . ¿Y todo para qué? Para decirte: “Che, qué gordo estás!”.
—Diga, ¿va a tardar mucho todavía?
—Enseguida sale.
Bajamos del ómnibus helados. Tanto rato parados ahí en la plaza, nos había filtrado el frío hasta los huesos.
Nos sacudimos los miembros entumecidos.
Cuando nos dirigimos al coche un reo amigo pegó el grito:
— Mirá los burguesitos; se vienen de Carrasco,¡ nada menos! ¿Cómo estaba la ruleta, che?
Julio César Puppo (Montevideo, 1903-1966) escritor y periodista. Inició su actividad en 1923 en El Diario como cronista de deportes. Fue redactor en jefe de la página deportiva de el diario El País. También participó en la revista Mundo Uruguayo y en el diario El Plata, utilizando el seudónimo El Hachero y en otras ocasiones Triplenne y Juan Pérez. Sus escritos aparecieron en numerosas revistas, como por ejemplo, El Popular, Marcha y La Tribuna Popular. En la revista Peloduro integró el equipo de redacción, apareciendo sus escritos en casi todos los números de la revista. Sus libros, Crónicas de El Hachero (1940) y Ese mundo del bajo (1965)
El texto pertenece al libro Crónicas de El Hachero (Ed. Arca)
Fotografía: cdf.montevideo.gub.uy