Gerda | Carlos Reherman

Conocí a Gerda en las termas del Arapey, en agosto de 1972. El spa era todavía un lugar agreste, con apenas tres piletas de agua a distintas temperaturas. No tenía ningún hotel, sino apenas un grupo de cabañas apareadas, que recibían el apelativo de bungalows, y lo que llamábamos El motel, que era un edificio bajo de habitaciones con garaje. Al lugar llegaba el ferrocarril y la empresa de buses ONDA. Yo solía ir porque allí recibía ciertos paquetes provenientes del sur de Brasil y en ocasiones de Paraguay, ya que a unos trescientos metros de los bungalows había una pista de aterrizaje. En realidad era una porción de pradera llana, apta para recibir avionetas.

Lo habitual era que yo llegara por tren y me trasladara hasta la administración de las termas en el carro de Amarillo, un viejo que fungía de taxista. Me instalaba, y uno o dos días más tarde, luego de pasado un rato de escuchar el motor de despegue de un pequeño Beechcraft, me trasladaba a un pequeño monumento, tal vez un túmulo, que estaba en medio de un sendero que conducía al río, en el que se podía leer una vieja inscripción tallada:

Víctima de su error

Del centro de la piedra tallada se eleva una cruz de hierro adornada con tornapuntas con extremos en espiral. Todo está sostenido por una base construida con toscas piedras del lugar unidas con argamasa. Algunos creen que se trató de un accidente en el río (pero el lugar no está cerca de la ribera), y otros que fue una cuestión de amores, no se sabe si un suicidio o un asesinato por celos. Esta última parecía ser la versión preferida entre los visitantes del spa: una mujer, seguramente, que se enamoró de un viajero; su esposo se enteró y la mató. O mató al amante. En todo caso, aunque el recordatorio fuera dedicado a un criminal fusilado en tiempos de guerra, lo cierto es que la piedra en la que estaba grabada la frase se podía mover para dejar al descubierto un hueco del que yo podía extraer mi paquete.

De manera que pasaba los días esperando oír el zumbido de la avioneta, y el día que eso ocurría me acercaba al túmulo. A veces no se trataba de mi avioneta, de modo que debía seguir esperando, pero casi nunca mis estadías pasaban de los tres días. En aquellos días el monumento estaba bastante descuidado, aunque siempre había algunas flores enganchadas en la cruz. Hay personas que sienten mucho respeto por los muertos, o por los recuerdos, y dedican tiempo a honrarlos.

En agosto las termas no estaban tan concurridas como en la época de las vacaciones de julio, o en primavera. En general los visitantes volvían cada año, y para no sentirse muy ajenos solían repetir las fechas, de modo de volver a encontrarse con otros visitantes habituales. De modo que había comunidades de julio, de agosto, de setiembre y de octubre. En verano volvía a bajar la concurrencia, ya que el calor se hacía insoportable, y las piletas más que refrescar ofuscaban. En aquellos tiempos había tres piletas. La más antigua era apenas mayor que una bañera grande, pero tenía la ventaja de estar bajo techo. Debía de tener seis metros de largo por cuatro de ancho; era la de aguas más calientes: estaba a unos 40 grados Celsius. Había luego una pileta un poco menos caliente y más grande, y recientemente se había inaugurado una de 25 metros, con cubos, trampolín de madera y un tobogán, que además conectaba, a través de un corredor acuático con una pileta infantil de baja profundidad. En esta pileta el agua estaba tibia, aunque incluso en invierno estaba suficientemente cálida como para disfrutar largas inmersiones, y al mismo tiempo era tan fresca como para permitir nadar algunos cientos de metros sin que el nadador se sintiera abrumado.

El año que conocí a Gerda había muy poca gente en las termas, pero yo ni siquiera podía permitirme una escapada a una de las piletas: durante las horas diurnas debía mantenerme cerca de la puerta de mi bungalow mirando hacia la pista de aterrizaje. Tampoco convenía que fuera ostensible mi presencia cerca de la pista, de manera que la mejor forma de permanecer a un lado de los rumores era quedarme quieto detrás de la puerta acristalada del bungalow, leyendo algún libro. El avión podía llegar a cualquier hora del día. Luego de la puesta de sol, sin embargo, era libre de moverme por el lugar. Los paquetes jamás llegaban en la noche, porque la pista no tenía luces. Lo más habitual era que alguna que otra vez me tirara a la pileta grande para nadar un rato y compensar así las largas horas de quietud vigilante. Casi nunca iba a las otras piletas; me daba un poco de asco pensar en lo que se estaría disolviendo en el agua.

En efecto: las termas estaban adornadas con la superstición de la cura. Casi todos los visitantes eran viejos, y muchos de ellos enfermos crónicos, portadores de infecciones cutáneas o de heridas ocultas para las que al parecer las aguas calientes del subsuelo eran curativas. Había también gente de espíritu ensombrecido y superficie alegre que confiaba en que mantenerse en remojo algunas horas al día era efectivo para curar su cáncer. Estos, claro, eran los peores, porque hay algo repugnante en la ansiedad calma por escapar de la muerte, especialmente en los viejos. De dónde salía ese anhelo, me preguntaba yo a menudo ante esos que muy pronto serían seco relleno de ataúd, todavía envases de vísceras hinchadas y rellenos de pelucas rubias, si nunca habían servido para nada, ni siquiera para darse a sí mismos un poco de gusto, y mejor harían en ser productivos como fertilizante.

Una noche especialmente fría, dos días después de mi llegada, decidí darme un golpe de calor en la pileta chica, y allí me dirigí con un bolsito del club Neptuno donde guardaba jabón y toalla. La demora del avión no me inquietaba; no tenía otra cosa que hacer; nadie me esperaba en la ciudad, y pasara un día o cuatro, el resultado sería el mismo.

Caminé en la noche en dirección al río, donde, pasando el motel, estaba el pequeño cubo que contenía los vestuarios y la pileta techada. Entré al ambiente sofocante de vapor saturado de hipoclorito de sodio y me dirigí al vestuario masculino. Noté de inmediato, con alegría, que nadie hablaba. Como se sabe, los viejos no pueden pasar un instante sin hablar con su vecino, casi siempre para confirmar que está mucho peor que él, de modo que supuse que no había nadie en la pileta. Cuando salí del vestuario me di cuenta de que sí había gente. En el lado opuesto de la pileta, dándome la espalda, una mujer vieja estaba extrañamente pegada a la pared de azulejos. Era regordeta, aunque no obesa, y cubría su cabeza con una gorra de baño de goma blanca. El cuello formaba un rollo por el lado de atrás. Llevaba una malla negra que le apretaba un poco, de tal modo que se le formaban más rollos a los lados de la espalda. Parecía tener una mano debajo del agua, como si estuviera buscando algo en la pared sumergida de la pileta, y con la otra se sostenía del borde, quizá en un intento de salir del agua.

De pronto me asusté, porque la mujer estaba temblando, y dando súbitos empujoncitos hacia arriba, y, ahora me daba cuenta por encima del ruido de las bombas que hacían circular el agua de la pileta, unos grititos o quejidos alarmantes. Me apuré a dar vuelta hasta el borde de la pileta donde la vieja estaba al parecer intentando salir. De frente pude ver que tenía el mentón apoyado en su mano, y que su mirada se perdía en una lejanía que hacía caso omiso de la pared revestida de gres del recinto.

—¿Señora? —dije, mientras me acercaba y me iba inclinando hacia ella con el brazo extendido. Pero de inmediato me di cuenta de que no había interpretado bien los hechos. La mirada de la mujer comenzó a moverse lentamente desde el infinito y pasó por mis ojos sin dar señales de enterarse de mi presencia. Tenía los ojos muy claros, los párpados bajos y la boca en tren de pronunciar algo parecido a una o interminable. Un estremecimiento le recorrió los hombros y llegó a la cabeza. Los ojos chispearon y me di cuenta de que me había visto. Cerró suavemente los ojos, y echando atrás la cabeza se impulsó hacia el centro de la pileta. Permaneció flotando boca arriba un buen rato, mientras yo la miraba intentando entender qué le pasaba. Se movía lentamente, pero al parecer con pleno control de su cuerpo. Pasado un tiempo sacó la cabeza del agua y me miró con seriedad.

—Disculpe —dijo. Me pareció que tenía acento extranjero, aunque no pude discernir de dónde.

—¿Se siente bien?

La vieja sonrió, mostrando una dentadura amarillenta, de dientes pequeños y desparejos, pero que de todas maneras, como en todos los casos en los que la sonrisa es una señal de alegría, la hizo más joven.

—Perfectamente. Me siento perfectamente —. La erre gutural podía ser de casi cualquier parte de Europa.

Me metí en el agua y me olvidé del asunto. Hice la plancha cerca de un rincón, mientras la mujer salía con lentitud de la pileta por la escalera del lado de los vestuarios. Era cargada de hombros, de nalgas en proceso de desaparición y piernas acosadas por las várices, aunque se movía con cierta liviandad sobre pies sorprendentemente armoniosos, sin juanetes ni costras en los talones. Cuando salió del recinto de la pileta empecé a moverme mientras flotaba, y luego a recorrer el perímetro de la pileta, buscando las salidas de agua, que solían estar a una altura adecuada para recibir masaje. Cuando llegué al lugar en el que había visto a la vieja aferrada al borde en aquella extraña postura, entendí qué era lo que le había estado pasando: un chorro caliente de agua a presión me atacaba a la altura del ombligo.

* * *

Siempre que iba a las termas cenaba en el parador. Durante el día me veía obligado a prepararme un almuerzo para comer en el bungalow, aunque en ocasiones hacía una visita rápida al parador para comprar un plato de comida preparada, pero en las noches podía permitirme un alejamiento de la pista de aterrizaje. El parador era el único bar y restaurante del lugar. Estaba atrás de la pileta grande, a unos cien metros de los bungalows. Era un gran salón construido en estilo internacional, o al menos así se aparece en mi memoria: parecido a Brasilia o a Río de Janeiro. Lo atendía un individuo de pocas palabras, muy serio, de facciones delicadas y un peinado trabajoso que provocaba miradas de soslayo de los lugareños.

Algunas noches se presentaban músicos (recuerdo un patético “Hombre orquesta” —así se anunciaba a sí mismo — que tocaba simultáneamente y mal guitarra, tambor y armónica), especialmente durante las vacaciones, y era común que los turistas almorzaran y cenaran allí. En una ocasión durante las vacaciones de julio, toqué casi todas las noches con una orquesta estudiantil de la capital, que había hecho un viaje académico para tocar en público, cuyo batero había caído enfermo justo antes de tomar el tren. Fueron unas buenas vacaciones, durante las cuales recibí los favores de una española robusta y candorosa que pasaba sus vacaciones invernales. No recuerdo cómo fue que el director de la orquesta me ofreció el puesto de batero; quizá yo vi el instrumento vacante y me ofrecí; no lo sé. En invierno y en verano, con o sin músicos, durante todo el día la barra estaba ocupada por trabajadores de la zona que hacían alguna pausa para tomar una copa. La impresión que causaba a los extranjeros era que las pausas de los trabajadores de la zona eran más largas que la jornada de trabajo.

Antes de entrar al local vi que la vieja de la pileta estaba sentada a una mesa contra una de las ventanas que flanqueaban la puerta. Me saludó a través de la ventana con una inclinación de cabeza, como si me hubiera estado esperando. Le respondí del mismo modo y entré. Busqué mi mesa habitual, cerca de un rincón a un lado de la barra, pero estaba ocupada por dos mujeres mayores de frondosas melenas rubias y un anciano pelado que mantenía la boca abierta como en una sorpresa permanente, mientras sus ojos recorrían febrilmente el lugar. No me gustaba sentarme a mesas en el medio del local, de manera que, presintiendo ya que el destino estaba haciendo lo que debe, me volví hacia la mesa de la vieja. Frente a la suya había una mesa libre. Mientras me acercaba traté de decidir qué hacer, si sentarme dándole la espalda, para evitar conversaciones, pero sobre todo, para evitarnos la vergüenza del recuerdo de su escena de placer solitario en la pileta, o si sentarme dándole la cara, como para mostrar que no tenía ningún problema con lo que había presenciado y que en realidad me parecía algo perfectamente natural, que yo era un individuo educado que evitaría la violencia de ignorarla y otras mentiras parecidas.

Volví a saludarla con una sonrisa cuando me senté. Ella vestía una campera deportiva Adidas, lo que en aquellos tiempos era muy raro, porque recién empezaba a haber ropa deportiva de marca y nadie la usaba fuera de los gimnasios y campos de deportes. Puse sobre la mesa el libro que había llevado (suelo ir a los restaurantes con un libro que rara vez abro) y miré hacia el mozo, un muchacho del norte con un cerrado acento de frontera, encrucijada de blanco, negro e indio, poseedor de una memoria prodigiosa para los más nimios detalles de los pedidos, que nunca tomaba por escrito. Se acercó y sin saludar recitó el menú.

—Tenemos: mondongo, milanesa napolitana y asado; tenemos: minestrón, fideos con tuco y feijoada —hizo una pausa dramática, se envaró, y mirando a la lejanía del empíreo, pronunció: —Tenemos: mulita a las brasas —. Su postura firme se desarmó al instante, aniquilada por la imagen placentera que desbordó su memoria papilar. Desmadejado, en voz baja, acercó su cara a la mía y dijo: — ¡Mulita a las brasas, tenemos, señor!

—Bueno, en ese caso… No hay más que hablar —dije.

—Las cacé yo. Esta mañana. Cinco traje. Me dejé una para mí, y las otras se las vendí acá al hombre. Vivas las traje, eh. Lujo.

Nunca había comido mulita, pero conocía su fama de plato delicado. Hoy, claro, las cosas han cambiado, y comer una mulita o cualquier pieza de caza menor o mayor denota un espíritu depravado. Cuando el mozo se fue mi mirada cayó sobre la de la vieja, que me miraba.

—Yo también pedí mulita. Nunca comí —dijo.

—Yo tampoco. Parece que es muy rica.

—Eso dicen. Da un poco de pena, un animal tan simpático.

—Bueno, sí, pero algo hay que comer…

—No, no —dijo la mujer—. No es por necesidad. Es por placer.

—Bueno, las vacas no dan lástima porque tienen una expresión idiota —dije—. Pero son tan inocentes como las mulitas.

—No es eso. Yo no defiendo comer vaca antes que comer mulita —dijo ella—. Digo que comemos por placer. Habría que aceptar eso.

Estaba claro que la vieja llevaba la conversación hacia una zona de peligro, aunque yo no sabía bien en qué consistía ese peligro, o para quién era una amenaza. Ella y yo sabíamos que su orgasmo en la pileta establecía un vínculo, pero en aquel momento yo no sabía definir en qué consistía. El acento que había creído descubrir en la pileta no parecía tan claro ahora. A veces había un dejo nórdico, aunque más que nada en cierta cadencia de las frases, antes que en la pronunciación de las letras. Hasta podía ser italiana; en algunas regiones de Italia las erres son guturales.

—EL placer de comer es la recompensa —dije, ensayando una tesis que con los años habría de desarrollar en detalle—. Si los que nos mantiene vivos como individuos y lo que nos mantiene vivos como especie no fueran actividades placenteras nos olvidaríamos de comer y la humanidad desaparecería —. Yo también sabía jugar con el peligro, y había hecho una breve pausa después de pronunciar actividades.

—Me parece que es al revés —dijo ella—. Como estamos obligados a comer, lo hemos colocado en la categoría de placentero.

—Pero eso contradice lo que dijo al principio, que comemos por placer y no por necesidad.

—Claro. Usted vive su vida creyendo que come por placer. Evalúa sus comidas de acuerdo a una escala de placeres, no de necesidades.

—Bueno, yo en particular trato de elegir comidas que cubran todas las necesidades de mi cuerpo.

—Sí, sí, usted cree eso, pero en realidad su elección obedece a un surtido de respuestas placenteras. Piense un poco en por qué yo estoy gorda…

—Bueno, usted no…

—No se preocupe. Sé cómo soy. Soy gorda porque como de más. Como comidas grasas, porque mi cuerpo está programado para que las comidas grasas me den placer. Esto es una herencia de cuando los seres humanos éramos nómades, cazadores, y nos moríamos de hambre: cuando encontrábamos reservas de grasa las devorábamos, porque luego pasaríamos días sin probar bocado.

—Bueno, pero eso era hace mucho… Y además coloca al placer en un lugar un poco desgraciado: el de la necesidad.

—En absoluto. ¿Usted siente o no siente placer? Que luego de reflexionar concluya cuál es el origen del placer no le quita intensidad. Y eso que le digo de los hombres prehistóricos todavía lo tenemos. Pero al mismo tiempo otros placeres se mantienen y no tienen nada que ver con las necesidades. Dígame, después de que las mujeres dejan de ser fértiles, ¿qué sentido tiene que sigan interesadas por el sexo?

Ahí estaba. No supe qué contestar. Las viejas verdes son muy poco comunes.

—Bueno, sí, en realidad… —dije— Quizá es algo más bien relacionado con la necesidad de cariño —. De inmediato me di cuenta de que allí había algo que podría resultarle ofensivo; me apuré a intentar repararlo: —Todos necesitamos una caricia de vez en cuando.

La vieja me miró con gesto condescendiente. Hicimos silencio un instante y después me hizo señas con la mano para que me acercara. Me incorporé y me apuré a acercarme a su mesa. Desde la barra algunos hombres de rostros marrones, llenos de profundas arrugas, nos miraban impasibles aunque, estuve seguro, censurándonos. La vieja me indicó la silla que tenía frente a ella. Me senté. Ella dijo, en voz muy baja:

—Hace un rato me viste hacerme una paja en la pileta. ¿Qué necesidad de cariño te parece que tenía? Era nada más que placer, el mismo que me empujaba a acoplarme con un hombre, cuando los hombres me deseaban. ¡Cariño! —terminó, despectiva. Se había quedado seria, pero no por mucho tiempo. Sus dientes desparejos y amarillentos asomaron de nuevo entre sus labios—. No te incomodes.

—No, es que… Usted estará de acuerdo en que no es muy común…

—Es cierto. Pero caramba, una se pone vieja, nadie la mira ya, nadie la quiere ni tocar, y encima una no puede ni hablar… ¡Es espantoso! ¿Qué me queda? ¿Comprarme un perrito? ¡Por favor, no soy zoofílica! Dime —agregó, en voz aún más baja, acercándose por sobre la mesa— ¿No es una de las cosas más excitantes la conversación sexual entre dos amantes? La exploración de lo que se dice, antes de conocerse en sentido bíblico —dejó escapar una risita burlona— el rodeo de zonas prohibidas, exactamente del mismo modo que cuando los cuerpos se acercan se va explorando una geografía de meandros, fingimientos de desinterés, que demora la llegada a las regiones más profundas…

La mujer resplandecía ahora, como si estuviera asomando desde dentro de su crisálida envejecida. Me sorprendí imaginado que le mordía suavemente los labios retraídos por la edad, pero todavía tiernos, o quizá más tiernos aún que nunca.

—Quedate a comer conmigo y hablemos —dijo.

—Será un placer —bromeé, y ambos reímos. La invitación a hablar, luego de lo que acababa de decir sobre la conversación entre amantes, estaba llena de promesas.

* * *

La mulita estaba buena, realmente. Vino acompañada de papas asadas, y Gerda —así se había presentado mi nueva amiga, pronunciando “guerda”— pidió una ensalada de lechuga, que compartimos. La conversación se había instalado francamente en el tema del placer, y ambos nos habíamos prometido evitar cualquier pudor.

—Increíblemente es todo tan simple —dijo ella—. Uno disfruta de meterse en la boca un trocito de esta carne tierna y sabrosa, pero ¿por qué?

—Te referís a meterse otras cosas en la boca que no tienen un gusto particularmente agradable.

—O desagradable. Besar unos labios, morder unas orejas, meterme en la boca una verga, una cosa que parece ser el instrumento de un poder de macho violento pero que es tan delicada y tierna. Nada de eso tiene sabor, y tampoco me lo voy a tragar. ¿Por qué me gusta, por qué me enloquece? Me niego a creer que el placer de chupar es apenas una reminiscencia de la teta materna.

—Sí, tiene que ser algo relacionado con la supervivencia —dije—. Comer, reproducirse, todo debe de estar resguardado por un núcleo duro en el cerebro, que recompensa con economía ambos esfuerzos.

—Mira, te voy a contar algo. Desde que la probé, siempre me gustó grande. Me gusta que me entre y me llene completamente. No es un lugar común. No tiene que ver con obtener placer. Puedo tener orgasmos de muchas maneras. No es eso. Hay algo en que te llenen que no es fácil de explicar si no tienes una vagina.

Una conversación de esta clase con una mujer sólo era posible, había creído yo hasta ese momento, si esa mujer era mi amante o iba a serlo en un futuro inmediato. Probablemente fue eso lo que hizo que empezara a mirar a Gerda con ojos de macho. Podía imaginar que la desnudaba, pero algunos gestos de sus manos, algunas vacilaciones de vieja apagaban todavía cualquier arranque de deseo que pudiera suscitar su conversación.

—De alguna manera —siguió ella— cuando estás lista para acoplarte, la vagina y el útero te secuestran. Cuando una buena verga te llena, te llena toda. Todo tu cuerpo está empotrado, y llega un momento en que si no te inundan vas a explotar de frustración. Te lo aseguro, un orgasmo está muy bien, pero cuando un hombre explota dentro de ti, es la gloria.

—Bueno, eso, yo…

—Ustedes se lo pierden, y eso está bien. No me podrías llenar si estás esperando que te llenen a ti. Y te digo: para que se sienta bien el tipo tiene que ser grande. Está muy bien que se diga que el tamaño no importa, porque para qué andar acomplejando a tantos varoncitos. Pero no: tiene que ser grande. Y si es enorme, mejor. Y tiene que tener un buen caudal. Y si me duele, mucho mejor. Sentir o no sentir, esa es la cuestión. Te hablo de cosas un poco animales, que quizás no tengan mucho que ver con el placer. Dolor, placer: convenciones. Aquí en tu pequeño país hay un médico que inventó lo que él llama el “parto sin dolor”. ¡Patrañas! ¡Duele como el demonio! Pero bastó su autoridad y su carisma para que un montón de mujeres perdieran el miedo y hasta creyeran que no les dolía. Yo lo conocí. ¡Un gordo ladino! Lo que importa es sentir. Se siente o no se siente. No hay grises. En cuanto percibes matices de grises en el amor, listo: estás afuera.

Gerda dijo todo esto con énfasis creciente, sin dejar de engullir grandes bocados de mulita jugosa y crujiente. Masticaba con vigor, casi con brutalidad, aunque ni una gota de jugo se asomaba a sus comisuras. Terminamos en silencio lo que quedaba de mulita. Mientras acomodaba los cubiertos atravesados en su plato vacío, Gerda dijo:

—Lo que te quería contar es una historia que me ocurrió cuando yo vivía en Holanda, antes de emigrar. Curiosamente un gran caudal y nada de tamaño. Eso fue antes de que estallara la guerra, y se trata de placer.

Y mientras comíamos un postre tras otro —flan casero con dulce de leche, del cual dejamos desabastecido al local— y luego tomábamos café, Gerda me contó lo siguiente.

* * *

Yo estudiaba Bellas Artes. Era muy joven, y virgen. Estábamos en el año 1924, y aquello no era París, donde todo estaba permitido. Era Holanda, y en las clases de desnudo casi nunca había varones. A las modelos las hacían desnudarse completamente, pero a los pocos varones que iban una vez por mes los obligaban a dejarse una especie de taparrabos. Yo tenía muchas fantasías sexuales, pero nada de sexo. Me masturbaba, pero mal. Tenía orgasmos, pero sin que supiera bien cómo ocurrían. Era todo apurado, fatigoso, súbito, fugaz. Nunca había visto un dibujo pornográfico, y mis fantasías tenían muchos puntos débiles. Conocía los desnudos del arte clásico; no podía imaginar que podía hacer un varón con una mujer. Era impensable que una mujer pudiera hacer algo con un varón. Decidí contratar a un modelo para poder examinarlo a gusto.

Elegí a uno de los modelos que habitualmente trabajaban en la Escuela de Bellas Artes, un jovencito tímido, que se mostraba siempre muy educado y no hablaba con nadie. Otros modelos eran un poco desvergonzados, charlatanes, y lanzaban miradas provocativas a las estudiantes. Por cierto, estos no duraban muchas sesiones, porque las autoridades de la escuela eran muy estrictas. El que yo elegí se llamaba Francisco y era español. Le dije que estaba haciendo un estudio especial del cuerpo masculino y que necesitaba un poco de calma y privacidad para poder copiar sin limitaciones de tiempo. Me dijo su tarifa y quedamos en que iría a la pensión en la que yo alquilaba habitación en un día y a una hora convenida.

Así fue. La portera dejó pasar a Francisco gracias a un modesto estipendio que le ofrecí, y nos instalamos para la sesión de copia. Francisco se despojó de la ropa y quedó cubierto con el taparrabos de rigor. Se instaló en un taburete. Yo le expliqué la postura que debía adoptar, y fingí empezar el trabajo. Me arrebataba un nerviosismo incontrolable. Tenía que pedirle que se desnudara completamente, pero no sabía cómo decírselo. Comencé a copiarlo de cualquier manera, y estuve así unos diez minutos. Le pregunté entonces si no quería descansar un poco. Francisco también parecía un poco nervioso, y me dijo que sería bueno relajarse un instante. Cambió de postura mientras yo daba unos pasos en torno a mi mesa de trabajo.

Cuando volvió a su pose, le dije que en realidad mis dudas tenían que ver con el arranque de las piernas, y que me parecía que, si a él no le resultaba violento, si se desnudaba completamente yo podría resolver a satisfacción ese problema. Francisco enrojeció de pronto, pero balbució que él estaba allí para cumplir con su trabajo y que se quitaría la ropa. Se paró, me dio la espalda y se bajó el taparrabos. Demoró un poco en darme de nuevo la cara, y cuando lo hizo pude ver que tenía un largo y grueso vástago que se mantenía misteriosamente horizontal. Como si no estuviera ocurriendo nada fuera de lo normal (aunque yo no lograba coordinar las imágenes de los desnudos clásicos con lo que estaba presenciando), le indiqué que se colocara con el torso inclinado hacia atrás, las piernas extendidas suavemente hacia adelante, y se sostuviera con ambos brazos extendidos hacia atrás. De esa forma pude disfrutar de su hermoso y vigoroso fuste, que latía con el ritmo de su corazón.

Pero en realidad yo no podía sostener el lápiz. Las manos me temblaban y lo que verdaderamente quería era acariciar aquella hermosa columna rosada, sentir su temperatura y saber de qué consistencia estaba hecha. De manera que me acerqué lentamente a Francisco, haciéndole un gesto de calma, y me arrodillé a su lado. Olí de cerca la carne del falo, y luego acerqué mis manos hasta tocarlo con las puntas de los dedos. Francisco gimió, como si le doliera lo que le estaba haciendo, pero yo sabía que era puro placer.

Para qué demorar: pasé la tarde adorando su magnífico pedazo de carne. Lo masajeé, lo besé, lo chupé, lo lamí, hasta que Francisco no pudo soportarlo más y me llenó las manos de un líquido caliente que no paraba de salir del pequeño ojo de la verga. Me mantuve con aquella cosa entre las manos, como si estuviera poseyendo por entero a Francisco, con la sospecha de que aquello era apenas una muestra minúscula de lo que significaba realmente poseer. Sin embargo, me daba miedo pensar que todo aquel grueso pilar debía entrar dentro de mí. No volví a llamar a Francisco. En las clases de desnudo nunca volvió a dirigirme una mirada. Creo (esto lo deduje después) que si me veía era probable que tuviera una erección, de manera que hacía lo posible para mantenerse alejado de mi influencia mientras hacía su pasivo trabajo.

Mientras tanto, en la clase de historia del arte había entablado amistad con Einer, un compañero que estaba completamente prendado de mí. Einer era un joven de facciones muy delicadas, labios carnosos y un cuerpo alto de una extrema delgadez. Tenía una voz ronca y baja, manos chicas y regordetas, que parecían pertenecer a un cuerpo distinto del suyo. Einer seguía a los expresionistas, y probablemente, si hubiera vivido más habría desarrollado un estilo personal; pero no tuvo tiempo. A mí me interesaba más que nada la ilustración. En aquellos tiempos hacían furor las revistas ilustradas, entre las que destacaban las de modas. Había mucho trabajo para los ilustradores, y yo, que había quedado impactada con el trabajo de Beardsley, estaba decidida a hacer simultáneamente dos carreras: por un lado, viviría de hacer dibujos para Vogue y algunas de las otras cientos de revistas que circulaban en Alemania, Holanda y Francia en ese tiempo; y por otro, dedicaría mis mejores energías, las más profundas y auténticas, a representar el Deseo. Beardsley me había mostrado que la línea más limpia es la que con mayor fuerza muestra lo que nos han enseñado a considerar lo más sucio.

Con Francisco no había podido empezar mi carrera como dibujante erótica, pero mi creciente familiaridad con Einer me hizo pensar que por ahí habría una posibilidad. Yo aún era virgen, y me daba la impresión de que no debía de ser otro el caso de Einer. Una tarde, ya caído el sol, en el camino de regreso a la pensión, en el que solía acompañarme, me detuve en una zona poco iluminada y le pedí que me besara. Él se mostró perturbado, no pudo hablar, y sus besos me resultaron infantiles aunque apasionados. Con el correr de los días comenzamos a tratarnos como si fuéramos novios, y de hecho Einer empezó a hablar como si en el futuro fuéramos a vivir bajo el mismo techo. Pero yo en realidad quería algo un poco diferente. Unos diez días después de nuestros primeros besos, le dije:

—Einer, quiero dibujarte.

Estábamos tomando té en mi habitación. Yo tenía un samovar que le había comprado a una muchacha que posaba en la escuela de bellas artes y decía que era una princesa rusa. En la habitación, pues, hacía bastante calor, y Einar se había quitado la chaqueta. Estaba repantigado en la única butaca de la habitación; yo, sentada en la única silla.

—Bueno —dijo Einar.

—Quítate la ropa —ordené, mientras me paraba para preparar mis instrumentos. Él no respondió. Se incorporó un poco en la butaca y comenzó a aflojar el cuello de su camisa. Clavé una hoja Canson en mi tabla de dibujo, y coloqué sobre el escritorio, a mi lado, dos lápices de mina de plomo, un afilador, una goma y un juego de esfuminos. Con un gesto brusco que me inundó de calor la cara y los muslos me quité la falda para quedar un poco más cómoda, con una enagua que apenas me cubría las rodillas. También me quité los zapatos. Einar demoraba en sacarse la camisa. Dejé la tabla sobre la cama, con impaciencia, y fui a ayudarlo. Lo eché sobre la butaca, le arranqué los zapatos y luego la camisa. Tenía una camiseta de lana de color gris, con un cuello redondo y tres botones. Lo obligué a pararse. Empecé a sentir que se me licuaba el centro del cuerpo. Lo ayudé a sacarse la camiseta; era muy flaco, pero tenía una musculatura bien dibujada, a pesar de no ser exuberante. Su piel era blanca y estaba por completo desprovista de vello. Sentí un sobresalto en las entrañas. Ya había tomado la decisión de saltar sobre su verga desnuda cuando le bajara los pantalones. Einar también daba claras muestras de excitación. Cuando nos besábamos perdía por completo la facultad del habla, lo mismo que ahora. En este momento estaba completamente pasivo, y me dejaba despojarlo de su ropa sin oponer resistencia pero sin colaborar. Lo obligué a pararse.

—Quítate los pantalones de inmediato —le grité, en susurros. Yo me arrodillé a desanudarle los cordones de los zapatos. Unos pies pequeños y redondos, que hacían juego con sus manos, aparecieron cuando le arranqué las medias, mientras sus pantalones caían al piso. Debajo llevaba unos calzones de lana blancos, hasta las rodillas. Arrojé los pantalones a un rincón y le bajé de un golpe los calzones.

Una ola de calor me asaltó desde del vértice de mi intacta abertura. Creí que caería desmayada de la excitación. Allí, en medio de un pubis lampiño, blanco, tenso, recorrido por venas azules y arterias latentes, se erguía un minúsculo apéndice que apenas le ganaría en tamaño a mi clítoris.

Yo había quedado arrodillada luego de desatarle los cordones, y ahora mis ojos estaban a la altura exacta de su delicado capuchoncito. Mis sospechas acerca de si Einar no sería en realidad una muchacha renacieron por un instante, pero la cosita estaba muy erecta, horizontal, y no se veían rastros de labios, allí no había ninguna abertura, sino una pequeñísima bolsita de piel tensa que escondía un par de minúsculas protuberancias parecidas a las de un recién nacido.

Aquello me volvió loca. Con la boca entreabierta y mi entrepierna ardiendo, envolví con mis labios aquella fruta tibia que parecía a punto de explotar. En cuanto la saboreé, sentí que saltaba en espasmos diminutos, mientras Einar gemía de placer. La boca se me inundó de su líquido seminal, en una medida que contradecía el tamaño de su fruta.

De inmediato el caramelito escapó de mis labios. Se redujo al punto de desaparecer dentro del también escaso escroto. Mientras Einar recuperaba el aliento, con sus manos me acariciaba la cabeza, y yo no podía más de ansiedad. Comencé a lamerle aquello que no era ya más que una especie de hinchazón, una ampollita que ni siquiera colgaba, sino que se insinuaba como un modesto accidente de la epidermis, mientras me acariciaba con ambas manos mi propio centro en busca de un desahogo que al mismo tiempo quería demorar. Mordiéndolo mientras Einar intentaba separarse de mí, aunque por fortuna incapaz de gritar, recibí mi placer y caí sobre la alfombra, a sus pies.

Einar no parecía ser consciente de su condición. Desde ese día, cada tarde, al volver de la escuela de bellas artes, nos desnudábamos y yo le provocaba un silencioso grito de placer con apenas un toque de mis labios. Luego, mientras él se recuperaba de la experiencia, yo me masturbaba a su lado hasta que explotaba con su cuerpo inerte a mi lado. Con el tiempo logré que me tocara, pero su grado de pasividad era tal casi siempre yo terminaba usando sus manos como instrumentos de las mías.

Quería que me penetrara, y lo intenté varias veces, pero era imposible. Su miembro diminuto se perdía en los pliegues de mis labios. Yo no lograba sentirlo y él parecía no entender de qué se trataba todo aquello. Seguí siendo virgen, lo mismo que él. Algunas veces yo lo tendía de espaldas y me colocaba a horcajadas; me frotaba entonces contra su pubis, hasta que sentía su eyaculación, siempre abundante, y entonces, en medio de esa inundación, yo también llegaba al clímax.

Bueno, lo cierto era que, en medio de las ansiedades y angustias de nuestras imposibilidades (aunque creo que Einer no lograba darse cuenta por completo de lo que ocurría) disfrutábamos muchísimo del sexo. Además nos entendíamos muy bien en todo lo que hacía a la convivencia de dos artistas: pensábamos lo mismo del mundo, del arte, de la revolución y de la guerra de los sexos. Decidimos casarnos e irnos a vivir a París, donde había mejores posibilidades de trabajo.

Así lo hicimos. Yo empecé a trabajar para la revista Vogue. Solía contratar Anna, una actriz que trabajaba usualmente como modelo de pintores. Como la mayor parte de las modelos de esos tiempos, Anna hacía creer a los pintores que era su amante. Con ella jugaba a veces del mismo modo que lo hacía con Einar. Claro que Anna era mucho más activa y agresiva, lo cual me daba un descanso de la abismal pasividad de Einar. Me gustaba, a veces, echarme en la cama para dejar que Anna me acariciara, me besara y me lamiera sin hacer absolutamente nada hasta que la excitación me empujaba a mi vez a ocuparme fervorosamente de ella hasta que las dos llegábamos a lo que por entonces se llamaba —mira cómo se veía el orgasmo hace cuarenta años— crisis. ¿Tú qué crees, el placer es una crisis? Einar se nos unía, en ocasiones, pero no con frecuencia, porque en medio de la cosa solíamos olvidarnos de él.

Yo, mientras tanto, seguía siendo virgen.

Una tarde que nuestra amiga no pudo venir, y que yo tenía que entregar un dibujo, le pedí a Einar que se pusiera el vestido que me habían dado en la revista para hacer la ilustración encargada. Tardó bastante, pero cuando llegó yo realmente no lo podía creer. Era realmente una mujer: se había maquillado y llevaba una vincha que le recogía el pelo tal como podría haberlo hecho una muchacha de las que usaban el pelo à la garςon. Desde entonces sólo lo copié a él. Posar para mí lo excitaba enormemente. Normalmente eyaculaba solo en los primeros minutos de la sesión. Entonces quedaba en un estado se serenidad que extremaba la feminidad de sus rasgos. Yo, mientras lo copiaba, soñaba con el fabuloso fuste de Francisco.

En pocos meses Einar desapareció. De pronto me descubrí viviendo con una muchacha alta, llamada Lil, que manifestaba cierta resistencia a mantener sexo conmigo. Yo la presentaba como mi hermana, porque si bien París era bastante liberal, el travestismo era considerado una broma, y Einar no tenía sentido del humor para esas cosas. Empecé a cansarme.

Entonces Lil, otrora Einar, conoció a un loco, un sádico, un enfermo mental, un Frankenstein. Era un médico holandés. No me explico de dónde lo sacó. Lo cierto es que el médico loco convenció a Einar de que podía convertirse en mujer. Sólo debía someterse a una operación que le extirparía sus mínimos rasgos masculinos y le construiría no sé qué feminidad.

—Quiero ser mujer —me dijo de sopetón una mañana, luego de negarse a que me sentara en su cara, que era ya casi lo único que me daba un poco de gusto.—Y no soy lesbiana—agregó, como para justificar su rechazo. Pues yo tampoco, pensé, pero no dije nada, seca de súbito.

No quiero extenderme: le extirparon su pequeño grano masculino, sus diminutas gónadas, su próstata, su terso escroto, y le hicieron un agujero hacia la nada oscura de sus entrañas imposibles. Ya no quiso más sexo conmigo, porque claro, ¿con qué iba a tener sexo? Su generosidad seminal, que fue lo único masculino que había tenido para dar, era imposible. Ya nunca más tuvo un orgasmo, y en su mente comenzó a construir un delirio nefasto: quería ser madre.

El loco estuvo de acuerdo. No sé cómo consiguió unos ovarios y un útero. No entiendo qué pretendía, y cómo lo dejaron en el hospital, pero Lil recibió lo que, ella creía, la convertiría en madre. Murió en pocos días, después de que el rey, en un gesto regido por la lógica más pura, anulara nuestro matrimonio, ya que, como es natural, en Holanda las mujeres tienen prohibido casarse entre sí, pero nunca se cae en el mal gusto de preguntarles de qué manera llegaron a ser mujeres.

Poco después me casé con un amigo italiano, pero nunca pudimos disfrutar seriamente en la cama. Él era un poco primitivo, y estaba lleno de prohibiciones. Yo por primera vez en mucho tiempo podía disfrutar de un macho de tamaño normal, pero a él le molestaban mis besos. No se le podía tocar nada por el lado de atrás; se ponía furioso. Tampoco se podía nombrar nada relativo al sexo de manera directa. Todo aquello era una pesadilla. Pero él estaba siempre listo para echarse encima de mí, incrustase y sacudirse hasta largar una especie de ladrido que lo dejaba exánime. Yo no podía explicarle que a mí me faltaba experiencia con la verga, que sabía mucho de mí, de nueces y de carozos, de labiecitos y de labiotes, pero nada de recibir enormidades y aprovecharlas para algo interesante, a menos que se me permitiera un poco de tiempo, de exploración, de tranquilidad. No hubo caso. Terminé yéndome a vivir con Anna. Fue en su casa que pude realmente aprender, porque ella tenía muchos amigos amables y tranquilos, con cuya variedad de temperamentos y tamaños pude hacerme una experta amante.

Pero claro, el tiempo había pasado. Ya no era tan joven. De matrimonio parecía imposible hablar, salvo que eligiera a un viejo imbécil. Cuando empezó la guerra, los extranjeros que vivíamos en Francia fuimos invitados a emigrar. Yo me vine a Buenos Aires, donde conseguí trabajo en una editorial muy grande, que publicaba varias revistas para mujeres.

Bueno, imagínate: si en París no estaba fácil, acá era un delirio. Amantes podía conseguir, a veces habilidosos, y en el peor de los casos bien armados. Perfectos, es decir, de grandes vergas rendidores, de sabias manos y capaces de dejarse comer por una mujer, nunca. Y después de los cincuenta, imposible. Mis experiencias más locas son cosas como lo que viste hoy; un delirio de amor con una piscina caliente.

* * *

Gerda terminó de contar su historia al mismo tiempo que engullía un último bocado de dulce de leche. Yo ya deseaba sin tapujos su naricita arrugada por los años, sus labios secos y sus grandes pechos caídos. Me importaba poco que sus piernas fueran un amasijo de venas inflamadas y que sus manos estuvieran deformadas por la artrosis. Pasaba sin más por su aliento de vieja, sus dientes arruinados y sus cataratas. Dibujé sin quererlo, con las manos, el gesto de apretarle la cintura para levantarla y empotrarla en la pija, que tenía dura como un teléfono. Bueno, los teléfonos de aquellos tiempos eran buenas imágenes para el estado en que estaba yo en aquel momento, por fortuna para las buenas costumbres del local, debajo del mantel.

El asado de mulita se había alojado con comodidad dentro de mí, y me daba una sensación de plenitud y calma que redoblaba mi interés por compartir el aliento igualmente ahíto de carne de Gerda. Mientras clavaba en sus ojos los míos, como lo haría si estuviera dentro de ella, horadándola con la mirada hasta dejarla sin aliento, hubo un relámpago de terror en su mirada, una derrota ínfima, que se desvaneció en el instante, y que me hizo preguntarme si su historia no sería un invento para domarme, un cuento pornográfico, sofisticado, tal vez nacido luego de ver el libro que yo había llevado esa noche al parador. No lo recuerdo, pero cualquier libro habría servido de trampolín; uno que lee seguramente gusta de las historias, así que Gerda quizá había inventado un cuento erótico para ponerme en un estado de aceptación, o más aun, para calentarme al punto de invitarla a dejarse someter a mis designios lúbricos.

—¿La tenés grande, querido? —respondió, con una sonrisa de abuelita y ojos de loba.

Todo vestigio de temor o de dudas había desaparecido de sus ojos. Su transformación era impresionante. ¿Qué hormonas le rearmaban el esqueleto, la llevaban a tensar el cuerpo hasta convertirlo en un grito nupcial? Todo lo que la había hecho vieja hasta entonces, la piel caída, las arrugas, la torsión de los dedos, al grosor de los brazos, desaparecía ahora, o mejor: se tornaba exactamente deseable, insoportablemente lejano del otro lado de la mesita cubierta de platos vaciados.

—Mirá lo que calzo —dije, y extendí mi pierna derecha para que viera mi cuarenta y seis.

Gerda no miró mi pie. Mantuvo en mí sus ojos claros, apoyando su mentón en ambos puños trenzados.

—¡Querido…! —dijo.

Pedí la cuenta y nos fuimos.

 

Carlos Rehermann (Montevideo, 1961) es dramaturgo, novelista y periodista. Publicó las novelas Los días de la luz deshilachada (1991), El robo del cero Wharton (1995), El canto del pato (2000), Dodecamerón (2008), 180 (2010) y El auto (2015). Escribió obras de teatro (Congreso de sexología, Minotauros, A la guerra en taxi, Prometeo y la jarra de Pandora, Basura, El examen) Todas fueron estrenadas. Publica regularmente artículos en El País Cultural. Dirigió el programa La habitación china, en TV Ciudad. Dirige el Centro de Escritura, unidad docente dedicada a la enseñanza de la escritura en niveles introductorios, profesionales y terciarios. Coordinó la Cátedra de Guión en la Escuela de Cine del Uruguay. Desde fines de 2008 es Coordinador del área Dramaturgia del Centro Nacional de Creación e Investigación del Ministerio de Cultura en Dramaturgia, Dirección y Coreografía (Laboratorio). Conduce el programa radial Tormenta de Cerebros. No ejerce su profesión de arquitecto. Este cuento, cedido por el autor, forma parte de la colección Erótica, editada por Estuario en 2015. La ilustración, realizada especialmente para ese libro, pertenece a Pantana (Sebastián Santana), artista plástico, dibujante, diseñador gráfico, historietista, que autorizó la publicación de su dibujo.