El exilio en la lengua | Fanny del Río, desde México

«Raices», Frida Kahlo

A los veintisiete años me fui a vivir a Uruguay y allí me quedé casi otros veintisiete, que no se cumplieron por cuestión de días. Cuando se acercaba ese vigésimo séptimo aniversario, pensé: ‘Si llego a pasar un día más de los veintisiete años acá, ya no me iré jamás’. Empecé a pensar que así sería, pero las cosas se dieron de manera diferente y, pocos días antes de que llegara el vigésimo séptimo aniversario de mi llegada a Uruguay, compré un boleto de regreso a México que a esta altura más bien parecía de ida. Para amortiguar mi repatriación, pasé antes diez días en Jerusalén.

He sido extranjera gran parte de mi vida. En México, donde nací, porque mi sangre italiana me dio ojos verdes, piel blanca y aspecto de pobladora de la región véneta. Acá me dijeron ‘gringa’ desde que tengo memoria: curioso que esa misma palabra, que en México designa a quienes nacen en Estados Unidos, allá en mi patria chica remita precisamente a quienes llegaron emigrando desde Italia. Allá, en Uruguay, todo el mundo me preguntaba de dónde era. ¿Española o americana? En Jerusalén el conductor del taxiflet que me llevó desde Tel-Aviv a Jerusalén pensó que era, como él, originaria de Rusia.

He sido extranjera en todas partes: en Estados Unidos fui francesa, en España e Inglaterra fui italiana, en Roma fui de Venecia… Fui en México extranjera, pero no exiliada.

En México, a los veintitantos años, me enamoré de un uruguayo que hubiera podido ser el hermano menor de Franz Beckenbauer y ahí comenzó para mí el exilio, del que él ya era baquiano. El exilio fue entrando en forma de ‘truco’ y yerba mate, que mi uruguayo tomaba en las sobremesas exaltadas, siempre un poco cómicas y siempre un poco trágicas, de su familia materna. Y también, claro, en forma de carne, sin la cual la vida parecía no tener ningún sentido para ellos. Yo, que había sido vegetariana por años, no podía entender por qué una persona sentía que, sin carne, la comida no era alimento. Pero, sobre todo, el exilio se me fue instalando en la vida en la forma del lenguaje, que, debo confesar, al principio no entendía. No eran tanto las palabras – mi padre y yo escuchábamos juntos ‘Los muchachos de antes’, ese programa de tangos que había en alguna estación de radio mexicana, y con él aprendí varios términos de lunfardo – sino la entonación. La primera vez que pasé una tarde en casa de mi uruguayo salí sin haber entendido ni una sola palabra, jurando que sus familiares debían pensar de mí que era un poco boba porque todo pedía que me lo repitieran.

Después nos fuimos juntos para Montevideo y allá aprendí por las malas que las ‘cachuchas’ no son, como en México, viseras, sino algo cuyo significado dejó al vendedor de la Avenida 18 de Julio demudado y pálido cuando le pregunté por su precio. Aprendí, también, que los mozos uruguayos no apuntan los pedidos, aunque haya veintisiete comensales a la mesa y que vuelan de una punta del ‘boliche’ a otra sin que mi mexicana forma de ordenar (“Joven”, pronunciado en voz meliflua y casi inaudible, para no molestar) lograra hacerlos reparar en mí. Aprendí también que ‘boliche’ eran los bares aunque en México así se llamaba a las salas de ‘bowling’. En la feria de Villa Biárritz aprendí que los ‘chones’ son ‘bombachas’, y el ‘brassiere’ se llama allá ‘soutien’, que ‘pancho’ no es sobrenombre de Francisco sino lo que en México se conoce como ‘hot dog’ y que el ‘chivito’ no viene de la cabra sino que es un ‘refuerzo’ de lomo, lo que en mexicano se dice ‘torta de filete’. Aprendí que en Uruguay a nadie se le ocurre desayunar fruta y huevos con puré de porotos y panceta (“frijoles refritos y tocino”, aquí), además de pan y café con leche, y que allá se almuerza a la una (hora en la que, como es lógico, en México todavía se tiene tamaño desayuno en el cogote) en vez de las cuatro o las tres, que a las cinco es hora de tomar té, que a nadie se le ocurriría llamar ‘cajeta’ al dulce de leche, que la calabaza es un zapallo, la col es un repollo, el camote es un boniato, el chayote es una ‘papa del aire’, el ate con queso es un ‘Martín Fierro’, a la fresa se la conoce como ‘frutilla’ y que los cortes de carne de uno y otro país no tienen nada que ver.

A mis hijos los crié en dos lenguas, que perdieron al crecer. De pequeños, llegaban de sus excursiones por el campo y me contaban que se habían subido a un “caba-io”, no un “cabasho”, como decían al voltearse a hablar con el padre, pero en cuanto tuvieron edad suficiente para ‘prometer’ la bandera de la República Oriental del Uruguay, abandonaron para siempre cualquier interés por darme gusto hablando en mexicano.

Aprendí, cuando perdí a mi esposo, a hacerme de la lengua de él. Yo le seguí hablando allá siempre en mi español neutro, negándome a usar ‘bó’ y ‘tá’ o ‘decís’, ‘pensás’ y ‘escuchá’, quizá porque, de alguna misteriosa forma, Carlos era mi último refugio de la mexicanidad en Uruguay. Pero quizá existe una frontera lingüística de la que no somos conscientes y que cruzamos sin querer luego de permanecer cierto tiempo en otro lugar.

Hoy, cuando me exalto en una discusión, cuando hablo con cualquiera de mis dos hijos, o cuando estoy frente a algún rioplatense, cambio no solo de léxico sino de entonación y me regreso a mi ‘uruguayez’. Ni cuenta me doy. Pero si me lo señalan, entonces apago el botón y regreso a hablar como mexicana – no sin antes sentir dentro de mí un cierto desamparo, un repliegue profundo, como cuando en la Rambla la marea de repente decidía retirarse de la playa dejándome absorta, con los ojos clavados en la arena lodosa del Río de la Plata, aspirando brea y un perfume entreverado de vainilla y lavanda que hoy no puedo sentir sin que se me llenen los ojos de nostalgia.

 

Fanny del Río. Licenciada por Filosofía en la UNAM y con estudios de posgrado en Relaciones Internacionales, tiene una carrera que combina el periodismo, la diplomacia y la literatura. Su novela histórica La verdadera historia de Malinche, finalista del Premio Planeta, fue publicada por Penguin-Random House. Actualmente se encuentra preparando el libro Entrevistas a Filósofas Mexicanas – que se han publicado de manera individual en el periódico mexicano Milenio – y está trabajando en un número especial de la revista especializada de los Estados Unidos Essays in Philosophy para co-editar el número “Filosofía Feminista de América Latina, un encuentro entre Teoría y Praxis”. Delicatessen.uy agradece especialmente a esta buena amiga mexicana esta primera colaboración especial con nuestra página.