La nieve evidente | Álvaro Ojeda

1968, 1969, inviernos helados para un niño de 11 o 12 años. Demasiados números para la memoria de un niño. En Montevideo nunca nevaba, nadie hablaba de cambio climático, nadie hablaba de personas en situación de calle, no había alertas meteorológicas. Tampoco era la Arcadia perdida, el Edén abandonado a las espaldas, ¿las tres tareas, campanas de la buena voluntad?, los Lecuona Cuban Boys.

Mi padre trabajaba en Aliverti, tienda con publicidad ripiosa, reiterativa: ¡¡¡en 18 y Pablo de María, Aliverti liquida, y cuando Aliverti liquida, hay que comprar enseguida!!!. Mi padre almorzaba en casa, mi madre manejaba el presupuesto y nos criaba, cuidaba, ayudaba: la omnipresencia matriarcal pre capitalista, no había casi madres en el mercado laboral, fuera de casa. Ganancias, pérdidas.

Mi padre llegaba poco después del mediodía, se lavaba las manos, nos tocaba la cabeza a mi hermano y a mí, se sentaba a la mesa anclada debajo de una claraboya –el témpano vidriado, el cielo de julio- y mientras mi madre traía la comida a la mesa, él se servía vino –un vaso pequeño, estimulante, aislado- de una botella cúbica con extrañas geometrías en un vidrio tan grueso como el de la claraboya.

Unas vacaciones heladas de julio de 1968, 1969, mi padre no recorrió los 36 metros de corredor ni golpeó dos veces a la puerta de calle ni llegó de ningún trabajo: se quedó en casa, nos fue a buscar a la escuela, y mientras nos mandaba a mi hermano y a mí a lavarnos las manos, ponía la mesa junto con mi madre, y nos esperaba para que todos nos sentáramos a la mesa al mismo tiempo. Aliverti era un recuerdo: 1968, 1969: fragancias envilecidas.

Cambiaron las rutinas, cambió la comida. Sopa a perpetuidad, comida de olla, guisos de lentejas, arroz, fideos, menos carne, sólo pucheros estirados en celadas de ropa vieja y el mondongo, tembleque serpentina pobre. Garbanzos de la pena. De postre menos fruta, mandarinas las más veces, y cremas. Cremas blancas o casi blancas, arenosas cremas que se extendían como la congoja en la cara de mis padres. Mis padres, mi país.

Un día las cremas se instalaron en la noche. Sustituyendo la cena, esa especie de melliza menor del mediodía, rodearon el televisor y la radio con formas más leves: platos hondos, cucharas de postre y una variante ominosa, el arroz con leche. Grumoso, aguado, con canela –pocas veces- con cáscaras de limón: reasignaciones perpetuas, reconocibles.

Esa fue mi nieve, gustosa, vaga, odiada, amada, como el que termina su ronda del día leyendo los mismos libros, mirando las mismas películas, amando la misma, única mujer. Luego el invierno se decidió en agua nieve y marcialidad barata, en otro color y otras carencias agregadas. Hoy, mi nieve evidente, la evocada, imposible nieve de los helados inviernos del 68, del 69, es dulzona y de sémola, reticular, filiatoria.

 

Álvaro Ojeda (Montevideo,1958). Es poeta, narrador, periodista y crítico. Ha colaborado y colabora en distintos medios como: El Observador, Suplemento Cultural del diario El País, Brecha, Revista Malabia (versión web) entre otros. Publicó en Argentina, México, Holanda y EEUU. Obtuvo el Primer Premio (compartido) del concurso organizado por Cuadernos de Marcha en 1989 en el rubro poesía por el libro Una celada para Philip Marlowe (inédito). Fue Mención de Honor Especial del MEC en 2007 en poesía edita por el libro Toda sombra me es grata. Algunos de sus libros de poesía son Ofrecidos al mago sueño (1987). En un brillo de olvido (1988), Alzheimer (1992), Aceptación de la tristeza (2011). En narrativa, se destacan El hijo de la pluma (2004) La fascinación (2008) finalista Planeta/Casamérica, Máximo (2010) Premio nacional MEC 2012 y La mula (2014).

Este texto es inédito y fue cedido especialmente por el autor, para Delicatessen.uy

Foto del autor: laseleccionesafectivasuruguay.blogspot.com.uy