El séptimo arte es uno de esos tibios placeres de los que uno puede abusar infatigablemente sin generar demasiado ruido ni acusar efectos secundarios de corte degenerativo. Devorar cine ha sido uno de esos irremediables vicios que adquiridos en la juventud, me ha acompañado fraternalmente hasta la fecha y sospecho seguirá haciéndolo por lo que espero sean, largas y disfrutables décadas.
El cine nos regala alas nuevas. Como ya comentara en el artículo Cuando el cine sueña con la cocina, el cine es esa guarida perfecta donde aislarnos para ver el mundo a través de ojos nuevos. Un despliegue de recursos cuya virtud reside en hipnotizarnos, envolviéndonos en un manto amniótico de realidades ajenas, de mundos lejanos y de pieles diversas.
Entre otras consabidas facultades, el cine encierra una notable capacidad didáctica, siendo una herramienta incuestionable de visibilización y sensibilización sobre temas adormecidos por lejanos o ajenos. Posee la capacidad movilizadora de acercarnos miradas íntimas sobre ciertas realidades, que por quedarnos a desmano, nos pasan comúnmente inadvertidas.
Recientemente tuve la oportunidad de ver «La chica danesa«, un film británico de 2015 dirigido por Tom Hopper basado en el libro homónimo escrito por David Ebershoff, que a su vez está basado en la historia real del joven artista danés Einer Mogens Wegener casado con la joven artista danesa Gerda Wegener a principios del siglo XX. El film narra la paulatina tendencia de Einer por travestirse. Algo que empieza como un juego con la complicidad de su mujer y acaba convirtiéndose en un impulso irrefrenable por parte de un Einer que transita un nuevo camino emocional que le llevará a repudiar su masculinidad. Se trata del primer caso documentado de intervención quirúrgica para cambio de sexo. La historia está narrada con insigne sensibilidad, permitiéndonos entender el desconsuelo de una persona atrapada en un cuerpo al que no siente pertenecer.
En 2003, la destacada cineasta española Iciar Bollaín, puso sobre el tapete la violencia doméstica, en una España que por aquel entonces vivía la problemática de puertas para dentro. «Te doy mis ojos» nos abrió los nuestros de forma irreversible. La película, fabulosamente interpretada por el gallego Luis Tosar y la catalana Laila Marull, narra la historia íntima de una pareja en la que él, de carácter inseguro y acosador, ejerce una violencia que traspasa lo físico y transita las múltiples formas que adquiere el maltrato. La humillación, el aislamiento, la desvalorización, el chantaje, las amenazas y la ridiculización reiterada, acaban por anular y bloquear a la víctima, cuyo entorno retrata fielmente los lugares comunes de una España de calla y otorga. El largometraje permite entender el sutil mecanismo de un maltrato que ataca por diversos flancos hasta inmovilizar a la víctima en una compleja telaraña con difícil salida.
Una década antes, el cineasta Jonathan Demme nos sorprendió rompiendo estereotipos con «Philadelphia«, un film conmovedor protagonizado por el emblemático actor Tom Hanks. La película narra la historia del brillante y joven abogado Andy Beckett, que es despedido del bufete de abogados al que pertenece, a los primeros síntomas visibles de haber contraído VIH. El joven Beckett decide contratar a un abogado para defender su despido improcedente, causado según la contraparte por su incompetencia profesional. Acude a Joseph Miller, interpretado por Denzel Washington, para ser representado y este rechaza representarle acobardado por una suerte de prejuicios tanto sobre la enfermedad como sobre la homosexualidad. Beckett desamparado, decide representarse a si mismo y un día casualmente, se cruza con Miller en una biblioteca. Este se sensibiliza al ver cómo el bibliotecario invita a trabajar a Beckett en un salón aislado del resto de personas que están en la biblioteca. Finalmente opta por representarle, rompiendo los propios muros de sus prejuicios al ir conociendo al joven a quien su enfermedad está consumiendo. El filme sirvió de instrumento sensibilizador sobre una enfermedad desconocida y demoledora que atemorizaba con su sola presencia a la sociedad. También sirvió de puntapié para el inicio de la normalización de la homosexualidad ante una sociedad en la que por ignorancia, predominaban los miedos y estereotipos.
En 2008, el director alemán Denis Gansel se aventuró a dirigir la fascinante película «La ola«, basada en el libro homónimo de Todd Strasser, a su vez basado en el experimento estudiantil llevado a cabo por el profesor Ron Jones en la escuela Cuberley en Palo Alto (California) con el fin de demostrar los peligros de la autocracía. La película cuenta como el carismático profesor, aborda el tema de forma práctica, otorgando a los alumnos los elementos que explican el atractivo del tema: el sentimiento de grupo, la ayuda mutua, los ideales comunes y la simbología asociada. En el trascurso de una semana lo que empieza siendo un ejercicio didáctico e inocuo se convierte en un movimiento real: “La ola”. Los jóvenes se entusiasman con el sentimiento de unidad y pertenencia. La crítica del experimento por parte de algunos alumnos y otros docentes desencadena un conflicto que rompe en violencia y que escapa de las manos del carismático profesor. Es un film impactante que revela la fragilidad con la que se transita de un estado democrático a un estado fanático.
«No sin mi hija», «La historia oficial», «El color púrpura», «Persépolis», «La lengua de las mariposas», «El bola», «Mar adentro», «La hora 11», «Hotel Rwanda», «María, llena eres de gracia» o «Cometas en el cielo» son sólo algunas de las cientos de películas emblemáticas que más allá de su calidad cinematográfica, han protagonizado, en el momento de su aparición en pantalla, un notable papel sensibilizador, generando conciencia sobre temas que precisaban ser tan abordados como visibilizados. Sirva esta pequeña reseña de humilde homenaje a todo cuanto el séptimo arte nos ha dado. Bendito sea ese cine capaz de ensanchar nuestra mirada y ampliar el horizonte de nuestra capacidad empática.