El sábado era el cumpleaños de la tía Nené. Soy su sobrino preferido, por lo que para agradecer tantas atenciones, decidí invitarla a almorzar al Mercado del Puerto. Me pareció que era un lugar indicado, histórico, uno de los puntos de interés del Montevideo turístico. Hacia allí marchamos.
El Mercado del Puerto se define como un paseo gastronómico y cultural de la capital de Uruguay. Su cercanía con el puerto y su historia, lo hacen un punto de atracción para los turistas que llegan a la ciudad.
Su historia se remonta a 1865, cuando a iniciativa del comerciante Pedro Sáenz de Zumarán se forma una sociedad para construir un mercado. Con ese objetivo se compraron los terrenos ubicados al norte de la bahía, junto con el predio que hoy ocupan las calles, Pérez Castellanos, Piedras, Maciel y Rambla 25 de agosto de 1825. El Mercado fue inaugurado el 10 de octubre de 1868 con presencia del presidente Lorenzo Batlle, junto a sus ministros. Inicialmente fue mercado de frutas, verduras y carnes. La historia cuenta que por allí pasaron desde grandes figuras como Carlos Gardel, Enrico Caruso, Pedro Figari, José Enrique Rodó, Martha Gularte y gran parte de la intelectualidad y de la cultura popular de las diferentes épocas. Con el paso del tiempo, y tras pasar momentos de decadencia y esplendor, el lugar se reduce hoy a restaurantes, parrilladas y locales de bebidas, más algún lugar de souvenirs.
La mirada extranjera se asombra al ver los kilos de carne depositados pesadamente sobre la parrilla, al lado de una fogata intensa, luminosa, manejada hábilmente por sudorosos y experimentados parrilleros.
El lugar cautiva, no hay caso. Transitar por sus calles interiores, ver la fauna humana en sus más variados especímenes no deja de ser atractivo para curiosos. La tía Nené no sabía a quién mirar, a quién auscultar y me lo comentaba. «Mirá ese pelo», «uy esa cámara de fotos, nunca vi una de esas» me dijo al ver a unos turistas, hipnotizados por un brasero para cuatro que les habían servido en una incómoda barra.
Ir al Mercado del Puerto a almorzar, sobre todo los sábados a mediodía es hacer turismo de aventura. Uno no sabe con qué se puede encontrar. Ni la comodidad, ni el buen servicio, ni los baños, ni la comida son experiencias gourmet. Quien lo visita, sabe a lo que se expone. Es una cita con la historia, pero no con la alta gastronomía. Por si fuera poco, los precios no están acordes a lo que se brinda. Se paga como turista, por servicios gastronómicos que no lo valen. No sorprende, ya se sabe que es así, es parte del pacto entre el cliente y el lugar.
Conseguimos sentarnos, con la tía Nené, en un apartado lejano y frío. Traté de convencerla que era uno de los lugares más famosos, que el medio y medio, y otras leyendas, pero el sitio era inhóspito, por lo que no quedó muy convencida.
Ella, que está en edad de cuidarse, pidió una ensalada caprese, y compartiríamos un chorizo y un provolone relleno. Como se ve, nada sofisticado, un almuerzo ligero. La demora fue exagerada, por lo menos cuarenta minutos. La tía Nené, como buena hija de italianos, estaba convencida que la ensalada caprese sería parecida a la original, pero sin embargo, la muzzarella de bufala, blanca, sabrosa y brillosa, fue vilmente sustituida por desabridas fetas de queso arrollado. El provolone estaba crudo y frío. No hay cosa peor que un provolone al que le falta derretirse y que no esté caliente a la hora de servirlo. Lo único correcto fue el chorizo y los sabrosos tres aderezos que lo acompañaban. La demora y el hambre no ameritaron una protesta, que sería por demás justificada. Con la tía Nené comimos lo que nos sirvió. No quedaba otra. De postre ni hablamos. Partimos. Ella agradecida, igual, es muy buena y comprensiva. Decidí compensar el mal rato llevándola al cine y luego a tomar un helado. Para ella fue un sábado diferente, junto a su sobrino preferido. Por lo menos, así lo veo yo (Guillermo Nimo dixit).
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